Devocionales Cristianos – Hijo Pródigo

El regreso del hijo pródigo (Lucas 15)    

   

La Identidad

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Podríamos organizar una peregrinación a San Petersburgo aunque sólo fuera para contemplar la evangélica escena de El regreso del hijo prodigo a la que Rembrandt dio vida en todos los sentidos. Gracias a esta pintura, el Museo Hermitage posee esa Luz especial restringida a lo auténtico y que empapa la galería rusa de un ambiente cálido y de espiritualidad tangible.

En esta sublime epístola de colores, lo primero en lo que el observador se fija es en que las manos del padre son diferentes la una de la otra. La mano izquierda es fuerte y reconforta con cierta firmeza el hombro y parte de la espalda del hijo. A pesar de su robustez, la mano se extiende transmitiendo un sinuoso y complaciente perdón incondicional. La derecha es distinta, es mano de mujer. Es elegante, tierna y desea acariciar, escuchar, comprender y por supuesto reconfortar. Ahí está Dios, padre y madre, femenino y masculino, representando las virtudes de los progenitores soñados.

En la obra se ilumina el rostro de un padre que nunca ha dejado de esperar. El hijo se pega con fuerza a su vientre; acaba de nacer otra vez, y por eso Rembrandt le atribuye la cara de un feto casi ciego, herido, deseoso de vida y asqueado de vacío.

A la derecha del cuadro se encuentra el hermano contemplando la escena. Sus ropajes bien puestos resaltan una cara y una mirada llenas de juicio. Es religioso de toda la vida, es altivo y bien podría representar a aquellos comodones que depositan su identidad en ser protestantes, católicos o simplemente en pertenecer a una denominación religiosa  respetable, olvidándose que "quien quiera ganar una identidad en este mundo, la perderá; y que todo el que reniegue de desear una identidad a causa de Jesús, la obtendrá de verdad" (Lucas 9, 24).

Este hombre destila todo aquello a lo que Cristo se enfrentó: hipocresía, religiosidad supeditada a las formas, legalismo, intransigencia… Es aquel que no puede tolerar los pecados que son diferentes a los suyos, aquel que puede cantar el domingo que todas las razas son iguales sin poder disimular que algo feo se le enciende en su interior cuando ve que los últimos visitantes de su iglesia son gente de clase social baja. El religioso también se enarbola como defensor de la humanidad en las tertulias de salón y se hace el olvidad izo con el moribundo de su calle, como si evitase que la mirada del corazón sufriente se pudiese tornar en burla diabólica ante quien dice ser cristiano.

Cuando veo mi cara en el hijo altivo me asusto y surge un violento deseo de volver de inmediato al regazo del padre. No siempre es fácil, pues en ocasiones hay otros miedos que superan al anterior: es el terror a despojarse de ropajes en pleno invierno, donde la incredulidad puede asomarse sobornan te al fijarnos en la fragilidad del feto del cuadro. Pero la única realidad es que sólo en la casa del padre tenemos a alguien a quien dirigirnos cuando nos sentimos agradecidos o cansados. Fuera hace un frío demasiado intenso y viciado para cualquier corazón necesitado de resurrección. Anhelamos calor de Dios, suspiramos por un hogar cuando nos convencemos de que nunca hemos tenido uno, y es al mirar al Padre cuando entendemos que sólo él nos haces sentir únicos. Ahora, nuestro espíritu se desentumece gracias al aliento de quien no se cansa de esperar, el ánima se hace libre y ya no pesa… Es el calor del Padre y de la Madre.

"Gracia es un nombre de chica, pero también algo que cambió el mundo, y cuando ella anda por la calle puedes oír las cuerdas; ella tiene tiempo para andar, lleva el mundo en sus caderas, no fluye champán de sus labios, ella lleva una perla en perfecto estado. Lo que una vez fue herido, lo que una vez una vez fue ficción lo que dejó una marca… No más, porque la Gracia saca belleza de lo más horrible"


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