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Dios escogió a los descendientes de Israel para que por medio de éstos las demás naciones aprendieran a conocerlo y respetarlo. Ante la prosperidad material y el orden de un pueblo obediente a su ley y a sus mandamientos, todos sus vecinos habrían comprendido que el Dios de esa nación-modelo era verdaderamente un Dios poderoso, sabio y bueno. Por desdicha, en lugar de permanecer fieles al Dios que los había sacado de Egipto para hacerlos habitar el hermoso país de Canaán, los israelitas desobedecieron y se volvieron a los ídolos. Después de innumerables advertencias, Dios se vio obligado a castigarlos mediante sucesivos juicios.
Hoy en día, a los cristianos les corresponde ser «el espejo» de Dios en esta tierra, no al sobresalir por medio de una brillante prosperidad material o una notable organización, sino por reflejar en la práctica una vida agradable a Dios y un amor real.
Nuestros contemporáneos deberían discernir ese amor al ver las relaciones de los cristianos entre sí: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35), dijo el Señor Jesús.
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