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    Estudios Biblicos – Vidas privadas

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    Por Dante Gebel

    Aún recuerdo la primera vez que sucedió. Fue en un congreso de
    líderes en la bella Sydney, Australia. La reunión era avivamiento
    puro o, al menos, lo parecía. Mi tarea era predicar un sermón
    alentador y culminar el servicio. La gente movía ampulosamente las
    manos y no paraban de saltar, mientras que los músicos entonaban
    melodías increíbles; la alabanza australiana realmente es
    enriquecedora.
    Los ministros que estaban a cargo de la reunión, preguntaban una y
    otra vez si estaban dispuestos a conquistar el país, mientras que la
    multitud no paraba de gritar eufóricamente.

    ¿Eres un predicador?, entonces debes saber lo que yo sentía en ese
    entonces. Es más fácil predicarles a un grupo de gente moribunda que
    tratar de sorprender con una palabra fresca a gente que pareciera
    tenerlo todo. Los jóvenes no paraban de bailar y saltar entre las
    butacas del enorme edificio. Los más viejos, sin excepción, movían
    unos ruidosos panderos por toda la congregación. Era, lo que llamo,
    un servicio ensordecedor. O cantas y gritas o te vas, no puedes
    mantenerte en la mitad.

    Mi pregunta era cuál sería el mensaje que debía darles. Esa gente
    estaba a dos centímetros del suelo. Durante la última canción, cambié
    mis bosquejos, y me dispuse a darles un sermón de aliento, algo
    acerca de conquista o victoria, o algo así.
    Cuando al fin todos se sentaron, algo comenzó a ocurrir. Mientras que
    el público me miraba esperando que saludara, yo podía sentir al
    Espíritu de Dios que me susurraba:
    «Háblales de mi gracia».
    Tuve una lucha espiritual intensa. Obviamente, Dios debió haber
    estado ocupado en alguna gran cruzada con Billy Graham, llegó tarde a
    la reunión y es por eso que no conoce demasiado a esta gente. Yo sí
    estuve todo el servicio. Estos australianos viven un avivamiento.
    Quieren que alguien les hable acerca de lo que viene por delante, de
    ministerios, de dones. Ellos ya están perdonados, son algo más que
    ovejas, son líderes de primera línea.

    «Háblales de que mi gracia es abundante para ellos», insistió.
    Y fue entonces cuando ocurrió. No lo hubiese hecho, de no ser porque
    sabía que Dios estaba detrás del asunto.
    «Quiero que los que tienen una intensa lucha con un estúpido hábito
    oculto, lo confiesen esta noche», dije, «me refiero a ese «gigante»
    que te abofetea en la intimidad. Nadie lo sospecha, ni siquiera lo
    sabe tu esposa, tus padres, ni tu mejor amigo, pero estás consciente
    de que ese «hábito» escondido está arruinando tu unción».
    El silencio en el edificio era demoledor.
    «Sabes que deberías tener un ministerio ungido, pero te conformas con
    mucho menos, por culpa de esa debilidad que no te da tregua. No
    importa cuán santo parezcas, si sabes que ese hábito hace que tu
    unción no sea pura».
    Dios sabe que no fueron muchas más palabras, cuando alguien irrumpió
    en un seco sollozo entre la multitud.
    «Quiero que todos cierren los ojos», supliqué, «y necesito que aun
    los que estén grabando apaguen sus cámaras, no quiero que sientas
    vergüenza. Quiero pedirte que si reconoces que un estúpido hábito te
    está amarrando al pasado e hipotecando tu futuro, levantes tu mano».
    Algunas manos, tal vez diez o doce, se levantaron con timidez.
    «Sé más específico», me dijo el Espíritu con una voz clara.
    «Los que no pueden abandonar la masturbación compulsiva. Los que
    están atados a la pornografía por internet, revistas o cualquiera de
    sus formas. Los que amanecen en la cama ajena virtualmente, engañando
    a sus esposas en su mente.
    Los que anhelan que su mujer se muera, en algún accidente repentino,
    para enviudar y casarse con otra dama que ya tienen en mente. Los que
    se sienten invadidos sin piedad por pensamientos impuros, llenos de
    lujuria.
    Los que se han permitido caricias íntimas y genitales con sus novias.
    Los que luchan con pensamientos de homosexualidad».
    Ahora todo el recinto estaba lleno de manos. Los líderes, los
    colaboradores y los que hasta hace un momento estaban dispuestos a
    conquistar la nación. Allí estaban, llorando amargamente, hartos de
    pedir perdón por el mismo pecado crónico.
    La primera vez que pecas, te tiras ante la presencia de Dios y
    suplicas piedad, ruegas que la sangre de Cristo te haga limpio, puro
    otra vez. La segunda, consideras que es necesario prometer algo,
    decir alguna frase como «Prometo que jamás lo volveré a
    hacer», «Nunca jamás consumiré pornografía o acariciaré esos
    asquerosos pensamientos». La tercera vez, te autoimpones un castigo,
    algo que te duela, para demostrarle a Dios que ahora va en
    serio: «Voy a quitar el servicio de cable del televisor» o «Volveré
    al correo tradicional, ni siquiera usaré el e-mail, para no tentarme
    a navegar en sitios sucios» o «Dejaré a mi novio aunque sienta que lo
    ame».
    La cuarta vez, ya no quieres ir. Ahora sí, sientes que tu vida es un
    fraude. Y te sientas a los pies de la cama, a dialogar con Satanás.
    «Ahora si la hiciste fea. Hasta Dios tiene sus límites. Una cosa es
    equivocarse una vez, dos y tal vez hasta tres. Pero ya has perdido la
    cuenta». Y dices: «Creo que Dios está harto de verme fracasar».
    «No lo dudes», responde quien desea verte arruinado. «Tienes un
    problema, una debilidad, un horrible y repugnante pecado que te deja
    fuera de la liga. La masturbación es tu kriptonita, te está
    destruyendo. En tu lugar, me distanciaría de las cosas santas, que
    obviamente no son para tipos como tú».
    Y es entonces cuando se produce el contrasentido, lo ilógico.
    Pospones orar hasta arreglar tu debilidad primero. Dejas de lado la
    consagración porque te sientes indigno, sucio. No te involucras
    porque consideras que has traspasado todos los límites del perdón. Y
    te convences de que no naciste para ser campeón. El hábito logró
    dejarte en la lona. A mitad de camino, postrado en la pista.

    Hice una última pregunta aquella vez en Sydney: «¿Cuántos sienten
    como si Dios ya no quisiera perdonarlosí
    Creo que todos, absolutamente, levantaron sus manos temblorosas. Los
    mismos que parecían vivir una panacea de avivamiento, ahora
    confesaban sentirse indignos del Señor.
    No quiero que me malinterpretes, no trato de hacer apología del
    pecado. Me considero uno de los mayores defensores de la santidad.
    Durante años solo me dediqué a predicar acerca de la integridad.
    Nuestras cruzadas han tenido como lema proclamar una generación
    santa. Pero la santidad sin gracia solo es legalismo.
    Esos miles de líderes se equivocaron tanto, convivieron con la
    debilidad a tal punto, que llegaron a creer que Dios ya no estaba
    dispuesto ni siquiera a oírlos. Es que el hábito oculto tiene la
    singularidad de colocarte a la puerta del templo, como el cojo que
    pedía limosna en el templo de la Hermosa.
    Tienes un área coja que te impide caminar. Tu vida de oración se
    reduce a la raquítica tarea de hilvanar dos o tres frases sin sentido
    antes de quedarte dormido. Tu comunión con el Señor es nula. Estás a
    la puerta, sabes todo lo que pasa dentro de la iglesia, pero también
    sabes todo lo que ocurre afuera. Vives en la mitad, como un cristiano
    nominal. Sabes demasiado como para considerarte un inconverso… pero
    no lo suficiente como para ser un santo. Vives en santidad un poco…
    pero también pecas un poquito. Alabas al Señor y también maldices
    otro poco. Levantas tu vista al cielo a veces, pero tus ojos son
    vagabundos en algunas ocasiones.
    Cojo del alma. Minusválido espiritual. Lisiado ministerial.
    Paralítico del corazón a causa de un estúpido hábito oculto. Y la
    horrible sensación de que Dios ya no te quiere recibir.

    «Lo siento», pareciera excusarse un ángel, «le dije a Dios que vino a
    verlo, pero me dice que no puede recibirlo, usted es demasiado
    inmundo para presentarse aquí».
    Lo oculto arruinando lo público.

    Pero cuando el arrepentimiento es genuino, el error desaparece del
    disco rígido de la computadora eterna. Ni siquiera figura
    en «elementos eliminados». Dios se olvidó. Y olvidó que se olvidó. El
    expediente fue borrado.
    Aún recuerdo algunas expresiones en los rostros de aquellos líderes
    en Sydney. Fue la primera vez que prediqué acerca de la gracia y
    desde aquel entonces, no he dejado de mencionarla. Cuando creían que
    ya estaban fuera de las grandes ligas, alguien volvía a creer en
    ellos. Manos temblorosas de grandes campeones, que se negaban a subir
    al cuadrilátero por considerarse lisiados. El milagro de la gracia
    tapando los huecos oscuros del alma. Los rincones tenebrosos de la
    intimidad sacudidos por la luz de la nueva oportunidad. Dios, otra
    vez, dispuesto a perdonarlos, diciéndoles que su gracia era abundante
    para ellos.
    El sexo libre, la pornografía, lujuria, la masturbación.
    La mentira, engaño, el adulterio.
    La cama ajena, pensamientos impuros, los ojos desenfrenados.
    No importa el nombre del delito, el secreto es que si para
    encontrarse con el paraíso, hay que ir a la cruz, vale la pena pasar
    por allí otra vez.

    Dante Gebel
    Adaptado de «El código del Campeón»
    (Editorial Vida-Zondervan)

    Pastor Carlos Vargas Valdez
    Pastor Carlos Vargas Valdezhttps://www.devocionalescristianos.org
    Es esposo de la mejor mujer, padre de 2 hijos maravillosos, pastor y director de Desafío Joven. En los últimos 12 años ha trabajado con jóvenes, padres y líderes juveniles. Estudio en Rhema Bible Training Center. Su servicio con la palabra de Dios se ha extendido por más de 27 países en 13 idiomas. Es director ejecutivo y consultor de varios ministerios cristianos, desarrollando conferencias, cursos bíblicos, libros, estudios, devocionales, vídeos y recursos para la vida espiritual.

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