Sin embargo, aun en esos sombríos tiempos hubo hombres y mujeres que se apropiaron de la salvación por la fe, soportando persecuciones por haberla dado a conocer a otros. La correspondencia de Inocencio III, papa en el período transcurrido entre 1198 y 1216, deja entrever su odio a estos creyentes: «Una multitud de laicos, impulsados por un inmoderado deseo de conocer las Escrituras, han traducido al idioma francés los evangelios, las epístolas de Pablo, las reflexiones morales que contiene el libro de Job y varios libros más, con el culpable e insensato propósito de reunirse en secretos conciliábulos, en los cuales no temen predicarse unos a otros».

       Cuando se piensa en el trabajo que representa una traducción, y el tiempo necesario para recopiar todos esos textos a mano, uno queda maravillado al ver el amor de esos creyentes por la Palabra de Dios y su abnegación por Cristo.

       Hoy como ayer, solamente la Biblia puede conducir los hombres a la salvación. ¿Apreciamos el privilegio de poder adquirir la Palabra de Dios, de haber recibido la instrucción para leerla y de tener libertad para difundirla?