El Señor ha encendido un fuego en el corazón de cada creyente. Debemos aprender a obedecer la advertencia de Pablo de no apagar el Espíritu y tener cuidado con la llama de la fe (1 Ts. 5:19). Toda persona, desde el momento que es salva, es sellada para siempre como hija de Dios por la presencia en su interior del Espíritu Santo.

Nada puede expulsarlo de su ser. No obstante, con nuestras acciones y actitudes podemos ahogar Su voz. Como cristianos, debemos andar en el Espíritu, confiando sólo en Él para que nos dirija y supla nuestras necesidades. Pero cuando decidimos pecar, el Espíritu de Dios es silenciado y no podemos funcionar como Él lo hace normalmente. Es como si lanzáramos agua fría sobre el fuego de nuestro corazón.

Decir no cuando el Espíritu nos impulsa a obedecer, es rebelión. Si no enfrentamos de verdad el fruto de nuestra desobediencia, comenzaremos a alejarnos del Señor. Otros intereses nos quitarán el deseo de leer la Biblia y hablar con Dios. La iglesia perderá su atractivo. Menguará nuestra hambre y nuestra sed por las cosas de Cristo, y dejaremos de alimentar nuestra alma. El fuego de nuestra alma se reducirá a cenizas.

Los creyentes deben alimentar su llama con «leña» espiritual: la oración, la lectura de la Biblia, la evangelización y el servicio a los demás. Un fuego ardiente tiene un poder purificador. Si confesamos nuestros pecados y practicamos estas disciplinas, nuestro corazón se mantendrá limpio.