El telegrama era lacónico y breve, para ahorrar dinero: «Llegaré lunes 7. Antonio.» Luego recibió una llamada telefónica, de un pariente: «Antonio llega el lunes. Espéralo.» El telegrama y la llamada telefónica despertaron la expectativa de la esposa de Antonio, joven centroamericana residente de Los Ángeles, California.

Pero pasó todo el día lunes y Antonio no llegó. Pasó todo el martes y pasó el miércoles, y tampoco llegó. Una vaga inquietud comenzó a nacer en el corazón de la joven esposa. Pasó todo el jueves. Ninguna noticia. Por fin el viernes recibió una llamada de la policía de San Diego: «A su esposo lo encontraron muerto, ahogado en un pozo. Debe venir a retirar el cadáver.»

Antonio nunca llegó.

Esta historia breve y sencilla, que ocupa apenas un escueto espacio en un rincón de la página policíaca de los grandes diarios, encierra sin embargo todo un drama humano: el drama de la joven esposa que espera el arribo de su esposo, que nunca llega. Llega, sí, pero encerrado en un ataúd de cuarta categoría.

La esposa había emigrado a los Estados Unidos de un país de Centroamérica, en busca de mejores medios de ganarse la vida. Había conseguido trabajo. Había ahorrado dinero. Había alquilado un apartamento, que amuebló lo mejor que pudo.

Después, llena de esperanzas y soñando con la felicidad, había llamado a su esposo Antonio, y él también había iniciado el viaje hacia esa frontera que parecía tan promisoria. Pero nunca llegó a su destino. Un pozo de agua detuvo su carrera hacia su esposa, hacia su hogar, hacia sus esperanzas de un porvenir mejor.

Así pasa muchas veces con los mejores sueños. Esos sueños se deshacen cuando parece que más cerca estamos de alcanzarlos. La vida humana es imprevisible. El dolor, la enfermedad, el accidente, el ataque, el revés inesperado de fortuna nos acechan a cada paso, y cuando pensamos alcanzar la felicidad, nos topamos de repente con la muerte.

«¿Qué es nuestra vida?», nos pregunta el apóstol Santiago en la Biblia. Y él mismo da la respuesta: Es como la neblina, que se aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece (Santiago 4:14). La muerte nos espera a la vuelta de cada esquina. Sólo Jesucristo puede darnos confianza en medio de la incertidumbre que nos depara cada día.