En la antigüedad, el rescate era el precio que se debía pagar para sacar a un deudor de la prisión. Cuando alguien no podía pagar sus deudas, se le echaba en la cárcel y se le entregaba al “verdugo”. A menudo los encarcelados eran desamparados; entregados sin derechos a la arbitrariedad de sus guardianes, muchas veces eran maltratados. Sólo cuando amigos o familiares conseguían reunir el dinero para el rescate, el deudor podía ser “rescatado” y liberado.
Todos los seres humanos somos deudores ante Dios porque no lo honramos ni servimos como deberíamos. Por cuanto pecamos, estamos seguros de ir a la prisión, es decir, al lugar de las penas eternas “porque la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23).
Nuestra deuda ante el Dios santo y justo no puede ser pagada con dinero. Por eso Dios, que también es amor, envió a su Hijo al mundo, y éste pagó el “precio” que Dios exigía. Cristo es el “pariente cercano” (Levítico 25:47-49) que decidió pagar el rescate por todos aquellos que lo acepten como su Salvador y Señor. Le costó la vida, su sangre fue derramada en la cruz del Gólgota.
Sólo cuando por la fe aceptamos el precio del rescate, somos libres de esta deuda y del juicio eterno. El Señor mismo dijo: “El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).
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