Cuando Jesús fue crucificado había otras dos cruces en el Calvario; y colgando de ellas habían dos pecadores. Uno de ellos, enojado con su dolor, arrojaba insultos a Jesús, hasta que cayó inconsciente y murió. Jesús sufrió todo en silencio, ofreciendo su sangre por los pecadores, incluyendo este que lo insultaba. El otro pecador, movido por el ejemplo visible de Jesús y su gracia invisible, confesó sus pecados y clamó por misericordia.

La respuesta inmediata vino de los labios y el corazón de Jesús: ‘En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso’ (Lc 23:39-43).

Nada ha llevado más miradas al cielo como la noche; cuando la oscuridad cae sobre la tierra, nuevas luces aparecen en el firmamento. Y nada ha atraído más almas a Cristo que la cruz.

El corazón de Jesús se alegra grandemente cuando un pecador se acerca a Él arrepentido. Muchos de ellos llegan en formas inesperadas, incluso al último momento, como el ladrón arrepentido.

La cruz, no importa como venga, se convertirá en maldición para unos, mientras que para otros se convertirá en bendición. Todo depende de la actitud de cada uno hacia el Crucificado.

La cruz pone al hombre ante una encrucijada en la vida: o este decide acogerla y acercarse a Jesús, o decide abandonarla y darle la espalda a Jesús. Nuestro futuro depende de qué posición adoptemos
en los momentos de crisis.

Hay momentos en que estamos llamados a amar a Cristo
más que la vida misma.
Existen muchas tragedias personales en este mundo, muchas vidas
rotas por la cruz.

La verdadera razón por la cual son rotas no es la presencia de una cruz enorme; es porque la gente falla en amar a Jesús más que a la vida,
es porque se rehúsan a aceptar la cruz.