En una de las tantas veces que la ciudad solicitó ayuda, Roma se negó y la ciudad sufrió una derrota aplastante. No fue sino hasta después de la derrota que los dirigentes de la ciudad se sometieron al mando del Imperio Romano. Nunca más volvió el enemigo a hacer estragos con ella.
Un joven estaba enamorado de sí mismo. Sus padres eran muy pudientes y el muchacho tenía de todo. La única restricción era que mientras viviera bajo el techo paterno, debía ceñirse al reglamento del hogar. Eso incluía levantarse a buena hora, ayudar en el negocio del padre, juntarse sólo con amigos que el padre aprobara, y mantener el buen nombre de la familia.
Un día el muchacho dispuso abandonar el hogar. Recogió algunas prendas de ropa y todo el dinero que pudo, y a medianoche desapareció.
Mientras tuvo dinero, tuvo amigos. Pero como siempre ocurre, pronto lo perdió todo. Con la pérdida del dinero, perdió los amigos, y ese joven que antes tenía todo lo que deseaba, ahora se encontraba en la más absoluta miseria.
Lavando platos en un pequeño restaurante, se acordó de que en la casa de su padre los mozos tenían más que él, y por un momento pensó en regresar al hogar. Pero él sabía que perdería su independencia. ¿Qué hacer? ¿Ceñirse con restricciones, o morir de hambre con su independencia?
La lección está clara. Por orgullo, la ciudad en las afueras de Roma fue derrotada. Así mismo, por orgullo, el joven rico se moría de hambre. ¿Qué ley rige aquí? La ley de la dependencia. Dependemos, querrámoslo o no, del favor del Creador. Cuando intentamos hacer caso omiso de Dios, perdemos la libertad.
Dios no es un déspota; Él es un padre que quiere lo mejor para sus hijos. Regresemos al hogar. No rechacemos la ayuda divina. La invitación de Cristo es esta: «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mateo 11:28). Regresemos a Dios.
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