En realidad, ¿no es el sentimiento más o menos consciente de un profundo malestar cuya solución el hombre no tiene y tampoco la ciencia médica? Por cierto, el cansancio nervioso, el estrés, los conflictos familiares y las dificultades de la vida moderna explican en parte ese género de epidemias. Y por desdicha, auténticos creyentes no escapan de ello. Pero ellos tienen el recurso de acudir al Señor Jesús para recibir ayuda frente a esas posibles causas externas. Miremos a Jesucristo, quien nos dice: "Mi paz os doy… No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo» (Juan 14:27). Aferrémonos a esas palabras del Señor con la confianza de un niño. Dijo: «Venid a mí todos los que estáis… cargados, y yo os haré descansar."

       Sin embargo, en muchos casos la depresión aparece como una especie de misteriosa enfermedad del alma: la falta de paz interior, de equilibrio moral, de serenidad… Nuestros contemporáneos experimentan en el fondo de sí mismos necesidades que no consiguen satisfacer. De manera más o menos confusa, saben que deberán encontrar a Dios y rendirle cuentas. ¿Dónde está el final de ese túnel?