Dar a conocer el Reino de Dios

Canten al Señor, bendigan su nombre; anuncien día tras día su salvación. Hablen de su gloria y de sus maravillas ante todos los pueblos y naciones (Salmo 96,2 – 3).

Timoteo y Tito fueron leales compañeros de Pablo que compartieron la misión de dirigir las primeras iglesias cristianas trabajando fielmente proclamando el Evangelio, y cuyo extenso y fructífero trabajo se refleja en varias de las cartas del Nuevo Testamento. Timoteo fue uno de los hermanos más queridos de Pablo. Por su fe sincera entendió lo que significaba amar al prójimo más que a uno mismo, así como ocuparse de los intereses de Jesús antes que de los propios. ¿Cómo llegó Timoteo a ser un servidor tan dedicado si era hijo de un no creyente? La Biblia nos da ciertas luces al respecto; tanto su abuela como su madre creían en Jesús como Salvador y con toda certeza se preocuparon en inculcarle la fe desde niño (2 Timoteo 1,5). Sin duda le enseñaron las Escrituras y le explicaron que Jesús era el cumplimiento de las promesas de Dios. El Señor es grande y muy digno de alabanza: ¡más terrible que todos los dioses! Los dioses de otros pueblos no son nada, pero el Señor hizo los cielos. ¡Hay gran esplendor en su presencia! ¡Hay poder y belleza en su santuario! (Salmo 96,4 – 6).

Cristo sembró su Palabra en nuestros corazones; debemos limpiarnos de todas las piedras de la inconstancia que no permiten que eche raíces profundas: las ambiciones, el aprovechamiento de los demás, la dureza de corazón frente al dolor de los demás, el orgullo de creernos superiores. ¡Cuántas promesas hacemos! ¡Cuántos propósitos que no cumplimos! Cristo nos mide con la vara de su misericordia, de su amor, nos perdona siempre, y nosotros a veces somos muy duros para juzgar a los demás. Respondamos a Cristo con ese amor a los que están más cerca de nosotros, midiéndolos con los ojos de Cristo, con amor y caridad. Den al Señor, familias de los pueblos, den al Señor el poder y la gloria; den al Señor la honra que merece; entren a sus atrios con ofrendas, adoren al Señor en su hermoso santuario (Salmo 96,7 – 9).

Nosotros debemos aceptar la responsabilidad de edificar y proteger la fe de los que nos rodean, especialmente en nuestra familia. La oración en familia, por cada uno de sus miembros y por otras familias profundizará la vida espiritual. Los padres deben enseñar a sus hijos a orar con amor y confianza al Padre celestial. La estabilidad, la felicidad y la seguridad de nuestras familias dependen de la íntima relación con Dios mediante la oración. Hagamos que la luz de Cristo brille siempre en nosotros, de modo que podamos ser la lámpara en lo alto que alumbre a los demás ese reflejo de Dios (Marcos 4,21). Digan a las naciones: ¡El Señor es Rey! Él afirmó el mundo para que no se mueva; él gobierna a los pueblos con igualdad. ¡Que se alegren los cielos y la tierra! (Salmo 96,10 – 11).

¡¡¡Padre celestial, concédeme la gracia necesaria para profundizar la vida espiritual de mi familia orando juntos y comunicando a nuestros seres queridos las verdades del Evangelio!!!
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Que el Padre Dios te bendiga y te proteja, te mire con agrado y te muestre su bondad. Que el Padre Dios te mire con amor y te conceda la paz.