Señor, dígnate escucharme, porque estoy muy triste y pobre; protégeme pues te soy fiel. Tú eres mi Dios; salva a este siervo tuyo que en ti confía. Señor, ten compasión de mí, que a ti clamo a todas horas (Salmo 86,1 – 3).
El Señor nos manifiesta cuál ha sido la razón de su encarnación: No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores para salvarlos. Él nos hace ver la cercanía de Dios para todos los que habían sido despreciados y marginados a causa de sus maldades, enfermedades o pobrezas; quiere levantar la esperanza de toda esa gente y decirles que aunque una madre se olvidara del fruto de sus entrañas, Dios jamás se olvidará de ellos. Aquellos que ya son justos y santos no necesitan más de conversión, sólo necesitan renovar momento a momento su sí amoroso a Dios de un modo más comprometido y más maduro, y cumplir con su misión de trabajar por la salvación de todos.
Señor, alegra el ánimo de este siervo tuyo, pues a ti dirijo mi oración. Porque tú, Señor, eres bueno y perdonas; eres todo amor con los que te invocan. Señor, escucha mi oración, atiende mi plegaria (Salmo 86,4 – 6).
Aquellos que viven descarriados como ovejas sin pastor son el objeto de la Encarnación del Hijo de Dios y de su entrega en la cruz para el perdón de sus pecados. El que ha sido buscado y encontrado por el Señor debe ser pronto en seguirle al escuchar su voz que le llama a ir en su seguimiento; seguimiento que puede ser de un modo radical para consagrarse de un modo total y exclusivo al Señor y a la misión que Él quiera encomendarnos. Puede ser también un seguimiento del Señor para vivir con Él un compromiso de totalidad que se manifestará en comportamientos nuevos, de mayor justicia, y en un amor a Él y al prójimo en medio de las realidades de cada día.
Aquel que tiene la experiencia personal del amor que Dios le tiene no puede sino convertirse en su apóstol para llevar a todos a Cristo para que, también ellos, experimenten la prueba del amor de Dios, y se sienten gozosos a su mesa. Yo te guiaré continuamente, te daré comida abundante en el desierto, daré fuerza a tu cuerpo y serás como un jardín bien regado, como un manantial al que no le falta el agua (Isaías 58,11).
Aquel que tiene la experiencia personal del amor que Dios le tiene no puede sino convertirse en su apóstol para llevar a todos a Cristo para que, también ellos, experimenten la prueba del amor de Dios, y se sienten gozosos a su mesa. Yo te guiaré continuamente, te daré comida abundante en el desierto, daré fuerza a tu cuerpo y serás como un jardín bien regado, como un manantial al que no le falta el agua (Isaías 58,11).
Si queremos ser como un huerto bien regado que dé frutos abundantes de justicia y de paz, debemos escuchar la voz del Señor, que nos llama a amarlo sobre todas las cosas, y a amar a nuestro prójimo como el Señor nos ha amado a nosotros. El día del descanso consagrado a Dios sólo tendrá sentido cuando lleguemos ante el Señor con el fruto de nuestro trabajo por la justicia y la paz, realizado durante los días anteriores; no sea que el mismo día que decimos consagrar a Dios lo vayamos a convertir en un día de destrucción y de muerte.
Porque solo tú eres Dios; tú eres grande y haces maravillas. Oh Señor, enséñame tu camino para que yo lo siga fielmente. Haz que mi corazón honre tu nombre. Mi Señor y Dios, te alabaré con todo el corazón y glorificaré siempre tu nombre (Salmo 86,10 – 12).
El Señor nos invita a seguirlo, a amarlo y a anunciarlo a nuestros hermanos para conducirlos a Él; escuchemos su voz y no endurezcamos ante Él nuestros corazones. También nos invita a rectificar nuestro camino de fe; que no sea una fe vacía sino comprometida con la vida diaria en la que en verdad, seamos un signo del amor de Dios para quienes nos rodean.
¡¡¡Señor Jesús, te adoro y te entrego mi vida. Concédeme la gracia de reconocer las áreas de mi vida que necesitan tu sanación y tu presencia!!!
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Que el Padre Dios te bendiga y te proteja, te mire con agrado y te muestre su bondad. Que el Padre Dios te mire con amor y te conceda la paz.
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Juan Alberto Llaguno Betancourt
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