Salmos 39:1 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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David dirige este salmo a Yedutún (hebr. Iduthún), uno de los directores de coro que él había nombrado para el servicio del santuario (1Cr 16:41; 1Cr 25:1-3). Reflexiona aquí sobre los sentimientos de su corazón en medio de las aflicciones que sufre.

1. Recuerda el pacto que había hecho con Dios. Siempre que nos sentimos tentados a pecar, hemos de recordar los solemnes votos que hemos hecho de no cometer algún pecado particular en el que nos vemos prestos a caer.

(A) Trae a la memoria la resolución que había hecho de ser cauto y circunspecto en su conducta (v. Sal 39:1): «Velaré sobre mis pasos». Después de decidir velar sobre nuestros pasos, debemos recordar a menudo tal resolución.

(B) Trae también a la memoria la especial resolución que había hecho de abstenerse de pecar con la lengua. No resulta fácil a veces impedir que se introduzca en nuestra mente un mal pensamiento, pero en el caso de que tal cosa suceda, hemos de frenar la lengua, como David, a fin de que no salga al exterior el mal pensamiento: «Pondré a mi boca un freno», dice él. La vigilancia en el hábito es el freno en la cabeza; la vigilancia en el acto es la mano en el freno. Es como la mordaza que se le pone a un perro feroz y sin domesticar. Con una rápida decisión se impide que una palabra corrompida salga de la boca, y así se le pone freno o mordaza. Cuando David se hallaba en compañía de los impíos (v. Sal 39:1), se cuidaba de decir cosa alguna que sirviese para que ellos se endurecieran o blasfemaran.

2. Conforme a este propósito, estaba dispuesto a pasar prontamente a poner por obra su resolución (v. Sal 39:2): «Enmudecí, guardé silencio y me callé» (la frase siguiente nota del traductor es traducida en versiones antiguas, también en la RV 1960: «aun respecto de lo bueno», lo cual como afirma M. Henry que sigue dicha lectura, indicaría una debilidad de David, al no ser capaz de hablar ni lo bueno, pero el gran Diccionario de Brown-Driver-Briggs lo traduce como «a causa de lo bueno», es decir, a causa de la felicidad de los impíos, como dicen el texto y el margen en la RV 1977).

3. Cuanto menos hablaba, más pensaba y se enardecía de dolor e ira (vv. Sal 39:2, Sal 39:3). Había puesto mordaza a su lengua, pero no pudo ponerla a su corazón. Nótese que quienes se hallan con el ánimo impaciente y airado no deben avivar el fuego mediante una meditación prolongada, porque, mientras permiten que sus pensamientos se fijen en las causas de sus calamidades, el fuego del descontento recibe más combustible y arde con mayor furia. Por consiguiente, si queremos impedir las explosiones de una pasión sin freno, hemos de impedir primero la continuación de unos pensamientos pertinaces.

4. Cuando, por fin, se decidió a hablar (v. Sal 39:3), lo hizo con buen objeto (más bien que con enfado, como opinan algunos).

(A) Pide a Dios que le haga ver la brevedad de la vida (v. Sal 39:4): «Hazme saber, Jehová, mi fin …». No pide a Dios que le haga saber cuándo va a morir, sino que le haga percatarse de la fragilidad y brevedad de la vida, como se ve por el contexto. Este pensamiento es siempre útil. Para el impío, el fin de la vida es el fin de todos su placeres; para el piadoso, es el fin de todos su dolores. Cuando consideramos la muerte como algo muy distante, estamos tentados a prorrogar la necesaria preparación para este último momento en este mundo; pero, si consideramos cuán corta es la vida terrenal, nos veremos espoleados a obrar el bien, no sólo con todas nuestras fuerzas, sino también con toda premura posible.

(B) Medita a continuación sobre esa brevedad de la vida con el ruego implícito de que Dios le alivie la carga de sus pecados y de sus aflicciones (v. Sal 39:5): «He aquí, diste a mis días la largura de un palmo». Observa Arconada: «El palmo hebreo no era como el nuestro (distancia que va entre meñique y pulgar de la mano extendida, unos veinte centímetros), sino la distancia entre los cuatro dedos (excluido el pulgar) de la mano cerrada y plana (unos siete centímetros); por lo tanto, la imagen significa un tiempo mucho más corto de lo que podríamos imaginar». No necesitamos, pues, grandes conocimientos de matemáticas para medir nuestra vida, ya que su fin está en la punta de cuatro dedos de la mano. Nuestro tiempo es corto; así lo ha hecho Dios y así lo sabe él: «El tiempo de mi vida es como nada delante de ti» (v. Sal 39:5). No es extraño que este versículo finalice con una pausa (hebr. selah), pues bien merece la pena pararse a reflexionar sobre una verdad tan tremenda. Como prueba de la vanidad de la vida del hombre sobre la tierra, David menciona (v. Sal 39:6) tres cosas:

(a) La vanidad de nuestros goces y de nuestros honores, pues incluso cuando más majestuoso pueda aparecer a la vista de los hombres, no es más que como una sombra que pasa, un vano alarde.

(b) La vanidad de nuestras penas y de nuestros temores, pues «en vano se afana» (lit. en vano obran tumultuosamente), es decir, actúa apresurada y estrepitosamente, tanto por afán de conseguir lo que desea como por escapar de lo que teme, y son frecuentemente sus temores fruto únicamente de su fantasía y, por ello, pura vanidad.

(C) La vanidad de sus preocupaciones y fatigas: «Amontona riquezas y no sabe quién las recogerá». ¡Cuán gráfica y persuasivamente lo expresó el Señor en la parábola del rico necio! (Luc 12:16-21). Las riquezas son como el estiércol que se emplea para abonar los campos: si se amontona, huele que apesta; pero si se distribuye, sirve para fertilizar la tierra.

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