Salmos 115:1 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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1. Aquí se excluye para siempre la jactancia (v. Sal 115:1). No permitamos que la opinión de nuestros propios méritos tenga cabida en nuestras oraciones ni en nuestras alabanzas, sino que tanto las unas como las otras se centren en la gloria de Dios. Todo el bien que hacemos es hecho con el poder de su gracia, y todo el que tenemos es un regalo de su pura misericordia; por tanto, Él debe tener toda nuestra alabanza. Todos nuestros cánticos deben ir acompañados de esta melodía: «¡No a nosotros, Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da toda la gloria!» (v. Sal 115:1). Éste debe ser el fin supremo y último de todas nuestras oraciones, por lo que lo puso el Señor en la primera petición del Padre nuestro: «Santificado sea tu nombre». La segunda parte del versículo apela al amor y a la verdad de Dios, ya que tales atributos sufrirían mengua si Dios no los ejercitase en los momentos de apuro de su pueblo.

2. Se silenciará así, de una vez por todas, el improperio de los paganos, quienes decían de los israelitas: «¿Dónde está ahora su Dios?» (v. Sal 115:2). «Ahora» no es aquí adverbio de tiempo; equivale a «que lo digan»). A esto responde el salmista:

(A) «Nuestro Dios está en los cielos» (v. Sal 115:3), donde nunca han estado los ídolos de los paganos; en los cielos y, por tanto, oculto a nuestra vista; es espiritual, incorpóreo (Jua 4:24); pero, aunque es inaccesible, se le conoce por sus obras; tiene el poder de hacer cuanto quiere (v. Sal 115:3), mientras que los ídolos son figuras inertes.

(B) Vuelve contra ellos mismos la pregunta, pues viene a decir: «¿Y en qué consisten vuestros dioses?» Son meras imágenes de madera, recubierta de plata u oro (v. Sal 115:4, comp. con Hab 2:19), y son hechura de manos humanas (comp. con Deu 4:28; Isa 44:10-20; Hch 19:26). «Un artífice lo hizo, no es Dios», dice Oseas del becerro de oro (Ose 8:6). Los pintores y escultores les hacían boca, ojos, orejas, narices, manos y pies, pero de nada les servían, pues, al ser figuras inertes, ni podían dar oráculos (v. Sal 115:5); los falsificaban sus sacerdotes; ni podían ver (v. Sal 115:5) las postraciones ni las necesidades de sus adoradores; tampoco podían oír (v. Sal 115:6) las oraciones que se les dirigían, aunque las hiciesen en voz muy alta (v. 1Re 18:27-29); ni podían oler (v. Sal 115:6) el perfume del incienso por muy fuerte y suave que fuese; ni podían palpar (v. Sal 115:7) los dones que se les presentaban; mucho menos, dar dones a quienes los pidiesen. De nada les sirven los pies, pues no andan (v. Sal 115:7) y, por tanto, no pueden dar un paso para aliviar a quienes les piden socorro. Ni aun pueden dar con su garganta sonidos inarticulados (v. Sal 115:7).

(C) El salmista prorrumpe a continuación (según la versión más probable del futuro hebreo) en una imprecación: «¡Como ellos sean los que los hacen! ¡Todo el que en ellos confía!» Ciertamente merecen quedar privados de sus facultades quienes ponen su confianza en esas figuras inertes, que no ayudan a nadie ni pueden ayudarse a sí mismas. Dice Maclaren: «Los hombres hicieron dioses a su propia imagen y esos ídolos, una vez hechos, los hicieron a ellos a imagen suya». Al adorar a esta especie de muñecos de madera y metal, los hombres se hacen cada vez más estúpidos, se apartan de todo lo que es espiritual y se van hundiendo cada vez más en el fango de los sentidos corporales.

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