¡QUÉ PACIENCIA…!

Simeón… te ofrezco un trato. «Dime, Señor» Te ofrezco darte vida hasta que mi Enviado, el Mesías esperado por todo tu pueblo se haga presente en Mi Casa… «Y… ¿qué debo hacer mientras tanto? Ir a Mi Casa, el Templo, a esperarlo. Cuando tú estés frente a Él, te diré lo que vas a decir. «Muy bien, Señor… esperaré hasta entonces». Creo que ese fue el diálogo que el Señor mantuvo con Simeón, el segundo que esperaba la aparición del Mesías prometido a Israel desde tiempos antiguos y que Isaías había profetizado hacía casi mil años… Simeón y Ana, la profetiza, eran los únicos que estaban todos los días en el Templo, esperando la Señal que el Espíritu Santo les daría de quién era el Ungido que vendría a libertarlos del pecado y de la muerte… Pero veamos un detalle: ¿Cuantos niños presentaban diariamente en el Templo? ¿Cuantas madres llevaban a sus hijos a cumplir lo mandado en la Torá que ordenaba que fueran presentados al Señor después de ocho días de nacidos? Creo que cientos. Sin embargo, cada día, cada mes y cada año, Simeón no se separó de su lugar acostumbrado, esperando la dichosa señal… Imagínese los achaques propios de la edad. Imagínese los días de invierno. ¿Cómo haría este admirable anciano para llegar caminando con su bastón sobre la nieve? ¿Y sus dolamas? ¿Y la gota en sus huesos? ¿Y el hambre que apretaba su estómago? No podía separarse de su lugar porque un pequeño descuido y se le podría escapar el Bendito Niño que estaba esperando… Imagínese la espera… ¡Cuantos años! día tras día. Para ese hombre no habían feriados. No habían cumpleaños. No había día del padre. No había Semana de vacaciones. Cuántos deseos íntimos tuvo que abortar con tal de no separarse del lugar que el Señor le había asignado. Cada niño que aparecía, probablemente, Simeón se acercaba disimuladamente esperando la señal… y no llegaba. Otro que se iba sin ser el Enviado del Padre. Niño tras niño. Madre tras madre… el tiempo transcurría unas veces con lentitud, otras veces con una rapidez molesta. Los años pasaban y el Niño no aparecía. Sin embargo, la fe de este anciano no desmayó. Las enfermedades llegaron y el Niño prometido no. El pelo se cayó y la calvicie mostró sus signos de vejez. Se encorvó la espalda. Empezaron a doler los huesos. La digestión se hizo más lenta, por lo tanto, el apetito se empezó a perder. El cuerpo empezó a dar signos de cansancio. Ya la vista se opacaba. Las manos temblaban y las rodillas amenazaban con no querer sostenerlo más… Sin embargo su espera no abdicaba… Su fe no desmayaba… Esperar y esperar y esperar era su consigna… Lucas nos cuenta su historia. Admirable. Sorprendente. Valerosa. Simeón es el David del Templo. Atrevido. Vencía a su Goliat cada día que amanecía. Estaba en el Templo mucho antes que los Sacerdotes… ¿Su único deseo? Descansar. Morir. Dejar esta vida que ya dolía. Irse a la Presencia del Padre y abandonar todo ese bullicio que a su edad era muy molesto… ¡Hasta que llegó el día y el Niño! Usted puede leer su diálogo con María en Lucas 2. Es admirable y ejemplar… Simeón… Cuánto quisiera yo ser como este hombre. Cómo quisiera que los que me leen puedan un día ser como ese valiente, ese guerrero que venció todo, con tal de cumplir una sola orden… Tú no morirás sin ver a Mi Ungido… Y cuando lo vio, lo único que pudo pedir para él fue… Señor, ya me puedes llevar… mis ojos han visto tu salvación… Esa misma oración podremos decir cada día… Mis ojos han visto el pan de cada día, han visto a mis hijos sanos, han visto mi trabajo, han visto tu protección…

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