1 Jesús les dijo:
«Ustedes saben que sólo los ladrones y bandidos entran al corral saltándose la cerca.2 En cambio, el pastor de las ovejas entra por la puerta.3 El que cuida la entrada le abre, y el pastor llama a cada una de sus ovejas por nombre, y ellas reconocen su voz. Luego el pastor las lleva fuera del corral,4 y cuando ya han salido todas, él va delante de ellas.
«Las ovejas siguen al pastor porque reconocen su voz.5 Pero no seguirían a un desconocido; más bien huirían de él, pues no reconocerían su voz».
6 Jesús les puso el ejemplo anterior, pero ellos no entendieron lo que les quería decir.
En este pasaje tan corto por tres veces se menciona que las ovejas oyen la voz del pastor, la conocen y saben identificarla entre muchas otras voces que puedan dirigirse a ellas.
He tratado de aplicarlo a mi propia vida y algunas cosas han venido a mi mente. En primer lugar, mi disponibilidad para escuchar la voz. No hay peor sordo que aquel que no quiere oír. Creo firmemente que Dios siempre habla, el problema es que no hay quien le escuche. Hay muchas razones que pueden llevarme a no estar diponible a su voz, otras prioridades, otros intereses, el deseo de no escuchar lo que el pastor tenga a decirme…..
En segundo lugar, he pensado en mi capacidad para reconocer la voz entre tantas otras veces. Me doy cuenta que esto no sucede de forma automática. Hay demasiada competencia acústica en mi vida, demasiadas voces que claman mi atención y, a menudo, muchas, o algunas de ellas, son más lisonjeras y saben mejor cómo decirme aquello que quiero oír.
Tambien, y en tercer lugar, me doy cuenta que para escuchar hay que dedicar tiempo. No se trata de oír las cosas de forma superficial, como quien esucha la radio mientras desayuna o se ducha, es decir, como ruido de fondo. Se trata de pararse, estar quieto, frenar, desacelerarse para escuchar atentamente la voz de Dios y discernir lo que nos dice y cómo aplicarlo a nuestras vidas.
Estar dispuesto y aprender a escuchar la voz de Dios.
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