ONCE UPON A TIME…

Erase una vez una iglesia en la que todos eran hermanos…
Nadie era dueño de nada. Todo era de todos.
Nadie pasaba hambre, todos comían de lo que todos ofrendaban. Las viudas tenían todo su sustento en esa Iglesia. Los huérfanos y los extranjeros no tenían ninguna necesidad porque el amor de aquella Iglesia brindaba todo lo necesario para que sus necesidades fueran suplidas.
En esa Iglesia los pastores eran amigos entre sí. No se peleaban por las ovejas porque nadie se creía dueño de ellas. Todas eran del Padre. No existían Iglesias que competían entre sí. Solo había una: La Iglesia de Cristo. Solo había una en cada ciudad, por lo tanto, las ovejas que se sentían ofendidas por algún mensaje de la Torá no tenían a donde irse. Se aguantaban y punto.
En aquellos tiempos los cristianos nacidos de nuevo eran realmente nacidos de nuevo. Aguantaban la sana doctrina. Los pastores predicaban lo que indicaba el  Espíritu Santo y no lo que el pueblo quería escuchar. El pecado se llamaba pecado, no trauma… El adulterio se llamaba adulterio y no problemas maritales… La rebeldía se llamaba por su nombre y no se disfrazaba con subterfugios… Las ovejas no conocían los derechos humanos. Los jóvenes, como Timoteo y Bernabé y Silas, aprendían a los pies de sus maestros sin opinar, cuestionar ni mucho menos rebajar el estándar de la Santidad de Dios.
Erase una vez una iglesia en la que todos tenían una sola misión: Alcanzar el mundo… No había quienes disentían con el pastor y fundaba su propia congregación con su propia teología.
Erase una vez una iglesia en la que los pastores dependían absolutamente del Espíritu Santo y no de la junta directiva. Predicaban lo que el Señor les indicaba, no lo que la opinión popular pedía…
Erase una vez una iglesia en donde los pastores eran amigos y compañeros. En una ocasión dos de ellos discutieron porque no estaban de acuerdo con llevarse a uno de los alumnos pero no dejaron de hablarse ni se quedaron enojados. Mucho menos se criticaron entre si, al contrario, oraron uno por el otro y partieron a seguir en la misma visión: predicar a Jesús. Solo Jesús.
Erase una vez una iglesia en la que, cuando uno de los pastores no entendía algún misterio de la Toráh, acudía sin pena ni vergüenza a otro para que le explicara, se respetaban mutuamente y no se humillaban entre ellos pues nadie se sentía superior al otro.
Erase una vez una iglesia en la que el Espíritu Santo era eso: El Espíritu Santo. Y era él quien daba las órdenes y no el pastor. Por eso uno de ellos dijo: Porque yo también tengo el Espíritu de Dios…
Erase una vez una iglesia en la que los diáconos eran tan poderosos que uno de ellos que se llamaba Felipe el Señor lo mandó al desierto a convertir a un etíope. Y Felipe no llevó sus cámaras de TV ni un séquito de servidores para que le cargaran los rollos ni le tomaran fotos… También existió otro joven llamado Bernabé que murió lapidado porque le dijo la verdad sin pelos en la lengua a los adultos que se creían los perfectos del pueblo… Erase una vez una iglesia que contaba entre sus maestros a un joven llamado Saulo que le cambiaron el nombre por Pablo. Su pluma, hasta el día de hoy sigue poniendo los pelos de punta a los teólogos más experimentados… pues no entienden ni jota de todo lo que dejó escrito… y se atreven a cuestionarlo,  cuando ni el propio Pedro, el íntimo amigo y compañero de Jesús supo comprenderlo…
En fin, algún día, someday, nuestra Iglesia volverá a ser lo que fue hace mucho, mucho tiempo atrás…
 

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