Mi pequeño enfermó en Nochebuena. Tenía fiebre que no descendía, a pesar de los medicamentos. Se encontraba en mis brazos, delirante y quejumbroso. Sentía su frente ardiente sobre mi pecho.
Entonces le susurré: «No te dejaré, ni te desampararé». Y lo dije en serio.
Me quedé callada unos segundos. Esas palabras no eran mías. Las copiaba de los labios de Dios, quien en la epístola de los Hebreos nos hace la misma promesa. Medité, pues, en que si yo le decía con toda sinceridad esa frase a mi hijo, ¡cuánto más el Padre a esta hija desesperada!
No cabe duda que la maternidad me da una nueva perspectiva de Dios. No cabe duda que si yo lo digo en serio, mucho más Él. No cabe duda que él no me dejará ni me desamparará.
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