Este vino a Jesús de noche, y le dijo: ‘Rabi sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, sino está Dios con él’: Juan 3:2.
Hay quien piensa que, en un intento de anticiparse a un posible conflicto abierto con el sanedrín, Nicodemo, apoyado probablemente por otros de sensibilidad similar a la suya, se habría prestado a “negociar” una salida honrosa donde ni el sanedrín ni Jesús perderían, y en la que ambos podrían salir victoriosos. Quizá su deseo inicial fuese que Jesús se uniese a ellos como un “gran maestro», mientras que ellos podían seguir ocupándose de lo que entendían que eran sus menesteres. ¡Qué equivocado estaba! Jesús no estaba en el negocio de llegar a componendas con el pecado y tampoco tenía interés en los puestos honoríficos que quisieran ofrecerle.
Jesús le explicó a Nicodemo la razón por la que estaba en el mundo: salvar al pecador de su pecado. Él y otros dirigentes reconocían a Jesús por los milagros, pero Jesús le mostró que el propósito esencial de su misión iba mucho más allá de la originalidad del contenido o de lo novedoso de sus métodos de enseñanza, pues se centraba en la salvación que había venido a dar al mundo. Las enseñanzas de Jesús eran importantes; los milagros eran fulminantes para zanjar cualquier controversia; pero el hecho de que muriese por nosotros sobrepasa cualquier otra enseñanza y es el milagro de milagros. No solo enseñó como ningún hombre, sino que murió como ningún otro, y por su muerte hizo lo que nadie jamás ha hecho ni hará: regalarnos la salvación. Reconozcámosle por sus hechos más que por sus enseñanzas y milagros.
“La enseñanza de Jesús inculcaba de la manera más comprensible y sencilla las ideas más trascendentales y las verdades más sublimes, de modo que “los que eran del común del pueblo le oían de buena gana.
Génesis 44:1-45:28; Juan 3:1-30
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