*** Negarse a si Mismo ***

NEGARSE A SÍ MISMO

“En los postreros días vendrán tiempos peligrosos. …
habrá hombres amadores de sí mismos” (2 Timoteo 3:1-2).
La carne en todo tiempo se encierra en sí misma, porque es egoísta.
Cuando estamos en el Espíritu, siempre hay acuerdo entre los hermanos.

Cuando pensamos en nosotros mismos, ¡resulta imposible ser testigos
para con los demás de lo que Dios es!

Los dolores agudos, que producen el egoísmo y el amor propio,
preparan la acción del espíritu maligno en el alma.

El amor ama servir y el egoísmo quiere ser servido.

Si percibimos en profundidad los caminos, el pensamiento y el espíritu
de Jesucristo, nada nos será más aborrecible que la aparición del
«yo». Jamás hallaremos en Cristo un hecho que tenga este origen:
no solamente no había en Él ningún rasgo de egoísmo, sino que en
él no existía el «yo».

Cuando el creyente se abandona a Dios, el Señor está con él en la prueba
y lo guarda en una perfecta tranquilidad.
El Espíritu de amor, el Espíritu de Cristo está con él. Si,
por el contrario, piensa en sí mismo, es el espíritu de egoísmo.

El Espíritu Santo no tiene ninguna comunión con el «yo».
El corazón no está liberado mientras el Espíritu no haya fijado nuestros pensamientos en el Señor Jesús. La eficaz presencia del Espíritu Santo
crucifica el egoísmo y nos libera de estar ocupados en nosotros mismos:
Nos llena de un único objeto: Jesús.

En la casa de Dios y en el seno de Dios, tene-mos el privilegio de haber
terminado con nosotros mismos.

Nuestra propia voluntad y el hecho de que hacemos del «yo» el objeto central, constituyen la fuente de toda nuestra miseria; pues las circunstancias
de fuera pueden ponernos a prueba y causar dolor,
pero no producirán miseria moral; ésta resulta de la voluntad
propia agitada y descontenta.

La tendencia natural de nuestros corazones es procurar complacer
al «yo».
Estos placeres que le brindamos pueden ser inocentes, pero desvían
el corazón de Dios y son corrompidos por el pecado. Surge la pregunta:
«¿Qué clase de mal hay en esto?» Pero la pregunta debe ser:
«¿Qué uso hace usted de ellos? ¿Dónde está su corazón?».
Tan pronto como nos apartamos de la cruz, que significa la muerte a todo,
el Señor nos dice: “Quítate de delante de mí” (Marcos 8:33).

Moisés no procuró hacer resplandecer su rostro, ni tampoco sabía que
éste brillaba; sino que ése era el resultado de haber hablado con Dios
(Éxodo 34:29).
Uno mismo jamás puede ver su propia cara resplandecer.
El corazón está ocupado con Cristo, y, en cierto sentido y medida,
el «yo» ha desaparecido.

El «yo» siempre se aleja de Dios.

La confianza en sí mismo conduce a la ruina: “No seas sabio en tu propia
opinión” (Proverbios 3:7).
Nuestros ojos no llegan lejos si están dirigidos hacia el «yo»,
y éste es el objeto que siempre está presente a los ojos de la carne.

Nuestras oraciones, nuestros cánticos y nuestros servicios son pobres
y deficientes, y, sin embargo, nos sentimos orgullosos de ellos.
Buscamos honores entre nuestros semejantes para cosas de las cuales
debemos confesar a Dios que están manchadas de pecado.
Por eso, cuánta necesidad tenemos de que nuestros corazones estén
descubiertos ante Él y digamos: “Ve si hay en mí camino de perversidad,
y guíame en el camino eterno” (Salmo 139:24).

Fuente J. N. Darby


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