Por locura

En ocasiones no comprende qué o quién le juega bromas pesadas, ¿o será que él mismo se mete en tantos enredos? Ha esperado siete días, como le indicaron. Pero por ningún lado aparece el profeta. Nada en el horizonte revela su pronta aparición y él se encuentra en aprietos. Tiene una guerra que pelear y el ejército amenaza con desertar. No solo tiemblan de miedo, sino que no darán un paso sin pedir primero la aprobación de su Dios, aunque nadie lo sigue como antes, pero él comprende que la superstición es poderosa. ¿Qué se supone que debe hacer? No puede atacar pues él mismo teme que su Dios lo abandone o le haga perder; ya ha sucedido. Así que, sencillamente, lo ofrece él mismo.

¿A quién ofende? Dios comprenderá, se repite mientras el humo sube al cielo y huele a carne quemada. Finalmente, él es el rey y algún privilegio debe tener. Entonces, ¿por qué se siente tan mal? En eso, justo cuando el animal se ha consumido por completo, el profeta aparece de la nada. Peor aún, no lo saluda, sino que arruga la frente y le reclama su atrevimiento. Él le explica la situación y le recuerda que no fue él, sino el profeta, quien tardó más de lo previsto. Pero el profeta levanta la mano y apunta al cielo; aún no se pone el sol. ¿A qué tanta prisa? El rey insiste que se ha esforzado más de la cuenta para soportar al pueblo y ver cada detalle. ¿Qué más quiere? “Locura”, declara el profeta. El rey no guardó el mandamiento que Dios le había ordenado y por ese momento de debilidad, perderá el reino. No esperó. Aún más, olvidó que solo un descendiente de Leví puede ofrecer sacrificios.

¡Si tan solo sus acciones hubieran reflejado los estatutos de Dios! ¡Si hubiera esperado! Pero el hubiera no existe. Saúl ha perdido la corona, por no ordenar sus caminos y por no guardar los estatutos de su Dios.


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