A ciegas

Recuerdo que alguna vez pensé lo maravilloso que sería enfermar para así poder pasar todo un día acostada, quizá leyendo o viendo televisión. Lo pensé, obviamente, mientras rebosaba de salud. Días o semanas después, caí enferma. Entonces quise estar sana, porque cuando el mal ataca el cuerpo, uno reposa, pero no disfruta leer un libro ni ver la televisión. Te sientes, simple y llanamente, mal.

Éste cuerpo nos limita en muchas ocasiones. La enfermedad lo postra. El cansancio lo vuelve lento. Y no podemos olvidar las tentaciones del cuerpo. Un poco más de sueño. Unas caricias más profundas. Unos bocados más del estofado. Caemos en pereza, lujuria, gula, adulterio, seducidos por el cuerpo.
Este cuerpo en la Biblia es comparado con una tienda de campaña; una morada temporal, un paso por este mundo. Algunos, por voluntad divina, pasan gran parte del peregrinaje con un cuerpo torcido o maltrecho. Otros solo probamos las aguas amargas de la enfermedad a intervalos. Sea lo que sea, estamos presos dentro de este cuerpo.

Y por lo mismo, nuestro cuerpo dicta cómo andar por el camino. Nos hemos acostumbrado al peregrinaje corporal, que deseamos compararlo con el espiritual, pero si bien esta tienda de campaña nos es útil, no rige el destino eterno del alma.

¿A qué me refiero? Analizo cómo doy un paso. Mi mente le dicta a mis pies que se muevan, pero mis ojos permiten que la luz penetre mi conciencia y me indique que dicho paso caerá en un terreno plano, rocoso, más alto o más bajo, y de ese modo mi pierna se inclina o se estira o forma el ángulo necesario para no tropezar.

Alguna ocasión participé en una especie de juego, que más bien resultó un suplicio. Debíamos entrar un túnel oscuro, con una oscuridad tal que simulaba la situación que vive una persona ciega. Así que, prácticamente, no veía absolutamente nada. Debía recorrer ese túnel hasta la salida, valiéndome del tacto. Lo que al principio pareció divertido se fue tornando en una pesadilla. Recuerdo el calor, los nervios, la inseguridad al no ver. Mi cuerpo, acostumbrado a la luz que los ojos proveen, se negaba a avanzar sin previo conocimiento de causa.

Del mismo modo, he concluido —erróneamente— que si no veo, no avanzo tampoco en este peregrinaje de fe, el que abarca las cuestiones trascendentales de la vida. De dónde vengo, a dónde voy. Quién soy, qué hago. Quiero contestar dichos cuestionamientos por medio de los ojos, del cuerpo, de la razón. Pero la vida con Dios no funciona así. 

(continuará)


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