Cuando lo escrito se torna literal

He leído dicha historia cientos de veces. Hasta la podría recitar. Quizá hasta la he compartido con los niños o en alguna clase. Un joven rico se acerca a Jesús. ¿Qué hacer para heredar la vida eterna? Jesús le recuerda los mandamientos. No adulterar, no mentir, no robar. ¿Los ha guardado? El joven asiente. Ha cumplido en todo.

Entonces Cristo lo mira con ternura y le dice que una cosa le falta para ser perfecto. Vender todo lo que tiene, darlo a los pobres, seguirle. Es decir, despojarse de su seguridad económica, dejar aquello que le brinda cierta protección. Abandonar sus riquezas, sus comodidades, sus lujos. El joven se marcha. Jesús se entristece.

¡Qué difícil es para un rico entrar al reino de los cielos! ¿Entonces quién podrá? Jesús declara que lo imposible para el hombre, es posible para Dios. Y añade una promesa. Quien deje casa, madre, padre, hermanos, tierras, recibirá más en esta vida y en la venidera. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Qué tanto? Nadie pregunta; Jesús no detalla.

De pronto, esta historia se convierte en algo literal. No es más una historia antigua, sino mi propia vida. Me veo allí, en un sendero de la Palestina, orgullosa porque he vivido (en mi opinión) a la altura de las expectativas. Pero Jesús me mira y me recuerda que algo me falta. Despojarme, desprenderme, echar fuera del trono de mi corazón la seguridad económica.

Y no hablo de una parábola o una alegoría, una ilustración o una imagen; sino de algo literal. Dejar ir, dejar atrás. Y me encuentro como ese joven rico: en la misma encrucijada. Conozco la promesa, pero el corazón se resiste. Y es allí, cuando la Biblia se vuelve literal, que el corazón debe decidir y un poco más de mí morir. ¿Qué hacer? ¿Imitar al joven rico y marchar de vuelta a las comodidades? O como los discípulos, ¿aceptar el reto?

Ahí está la cuestión.


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