DIOS NUNCA NOS DESAMPARA

Por Jack Fleming

Salmos 46:1-3, 10 “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar. Estad quietos, y conoced que yo soy Dios».

¡Oh Señor! Miro los surcos del campo y me recuerdan tus promesas, muchas de ellas son, todas muy rectas. Desde allí brotará en abundancia tu bendición para los que te temen; entre un cielo azul que invoca tu divinidad, y el verde color de la esperanza con que el labrador aguarda su cosecha.

Desde la altura caen como racimos las grandes gotas de agua, que descienden desde negras carrozas que se mueven majestuosas con el viento solano. Todo se ve tan oscuro y el frío parece traspasar los huesos. Las aguas han entrado hasta mi alma, estoy hundido en cieno profundo donde no puedo hacer pie, abismos de aguas me han anegado; solamente se escucha el sonido del viento y la lluvia que cae sin piedad sobre la tierra.

Pero recuerdo al granjero prudente y sabio que permanece firme, confiado que un día ese cielo volverá a ser azul y el sol volverá a brillar. Esos surcos, llenos de promesas y esperanzas darán su anhelado fruto, porque el Hacedor de todas las cosas jamás lo desamparará.

Es el ciclo natural de la vida donde aún a la tormenta le ha asignado un propósito, aunque cuando estamos en medio de ella, todo nos resulte tan negro y muchas veces temblamos por el frío de la soledad que nos parece envolver.
Dios visitó el Sinaí, y lo hizo temblar y humear con su presencia que manifestó su Justicia y Santidad. Y cuando su infinita Misericordia le llevó a visitar el Calvario, también su Amor y Justicia divina hicieron temblar el monte y oscurecer la faz de la tierra, pero allí fue donde la Justicia y la Paz se besaron.

A nuestra vida terrenal, su Misericordia y voluntad Soberana han dispuesto tiempo para llorar y tiempo para reír. Sí, porque siempre después de la tormenta vuelve a salir ese sol que nos ilumina y nos calienta alegrándonos la vida. Nuevamente se escucha ese silbo apacible que hace a los árboles danzar a su ritmo, y a las aves que alegremente canten mientras revolotean graciosamente por el espacio azul.

Todo esto nos hace permanecer firmes aún en medio de la tormenta. Pero mayor es la esperanza de saber que un día glorioso brillará el Sol de Justicia sobre este mundo que ha sido tan adverso para el creyente.
Pero ¿acaso no lo fue también, y con mucha más intensidad, para el Hijo de Dios? Aquél en quién nunca se posó ni la más leve sombra de pecado. Él nos dijo que el siervo no puede ser mayor que su Señor. Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz cada día y sígame.

Muchos son los sinsabores y quebrantos del justo, pero de todos ellos nos hará salir airosos y triunfantes, porque somos más que vencedores. Ya viene la mañana de aquel día en que nunca más tendremos que ser humillados y zarandeados, porque todos aquellos que injustamente nos trataron, recibirán lo que sus obras merecieron. Como se derrite la cera delante del fuego, así serán consumidos.

Ese día glorioso ya viene, y el Sol brillará eternamente sobre el cielo nuevo y la tierra nueva donde nosotros por Su Misericordia, estaremos para siempre en esas moradas celestiales que Él fue a prepararnos. Allí no habrá necesidad de sol ni de luna que brillen, porque la Gloria misma de Dios la iluminará, y el Señor será Su lumbrera.

Hermanos, tengamos paciencia, y cual el labrador, sepamos apreciar la tormenta y los días de sol radiante. Entendamos que cuando el Señor le mostró Su Gloria a los suyos en el monte de la transfiguración, no fue para que edificaran habitación allí, sino que solamente para que su débil fe no decayera y fueran robustecidos, fortalecidos hasta aquel día en que todos los males quedarán atrás.
Es verdad que muchas veces me hundo en el pantano de la desesperación bajo el peso de mi propia humanidad, pero siempre hasta allí llega el brazo potente del que creó los cielos y la tierra, extendiendo un puente de plata que me traslada desde la oscuridad angustiosa, hasta la luz inaccesible de Su Gloria divina. Para comprender con gozo y gratitud, que mi comunión y perseverancia no dependen de mis fuerzas, sino de Su Fidelidad inmutable y Misericordia infinita, para las más miserables criaturas que él llamó para compartir con el gozo de Su presencia.

Muchas veces nos encontramos transitando en valles de sombra, debido a la fuerza de nuestra humana naturaleza que se resiste a lo divino. Pero no siempre es consecuencia del pecado que mora en nosotros, sino a que el Señor nos deja caminar por esas sendas de tinieblas que son contrarias a nuestra condición de hijos de la luz, para que la vanidad no se enseñoree en nosotros, y que nunca olvidemos que solamente somos vasos de barro donde el Señor ha depositado Su Gracia divina. Necesitamos reconocer y estar siempre conscientes de nuestra propia debilidad.
Somos salvos, lavados eternamente y perdonados judicialmente para siempre, hemos recibido la condición de ser llamados hijos de Dios, pero todo eso es un regalo de lo alto, ningún mérito en esa obra divina nos corresponde. Incluso la perseverancia y fidelidad que podamos mostrar desde el día de nuestra conversión, se debe a que Su fuerza divina que nos une a él es infinitamente mayor que nuestra energía humana, que se resiste a someterse bajo la gracia irresistible.

¡Oh Señor! Cuan inconmensurable es tu Misericordia, que se extiende desde el trono de la Gloria eterna tuya, y llega hasta el miserable pecador que solamente lucha por alejarse de ti, debido a que nuestra naturaleza caída es contraria a tu Santidad. Pero damos gracias porque somos pueblo de tu prado, y ovejas de tu mano.

No existe melodía más dulce a los oídos del pecador perdonado, que esa afirmación que brotó de los labios divinos de nuestro Señor: “Yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”.
Mis enemigos se apresuran a señalar mis faltas y todos mis pecados, y yo digo: ¡Oh si ellos me conocieran como Dios me conoce! De cuantas otras cosas más podrían acusarme, pero es allí cuando mi reflexión se transforma en adoración, porque Él, siendo el Santo, quien Su Omnisciencia conoció todos mis pecados desde el día de mi nacimiento hasta mi muerte, aún así me escogió para salvación y ser hijo suyo.

Algunos padres terrenales que han tenido la desgracia de tener hijos que les han causado mucho dolor, se han arrepentido de haber engendrado a esos malos elementos. Pero lo maravilloso de Dios es que él nunca se arrepentirá de ser nuestro Padre celestial, porque siempre nos conoció, y aún así nos amó y nos escogió para salvación.

Dios es nuestro amparo y nuestra fortaleza, así ¿qué debemos hacer cuando nos encontramos en medio de las pruebas y tribulaciones de un mar tormentoso? Lo mismo que hizo Pedro cuando caminó sobre el mar, solamente mirar al Señor. Porque en el mismo instante que quitemos los ojos de él para fijarnos en las olas y el viento que nos rodea, al igual que el apóstol, comenzaremos a hundirnos.
Esta es la razón por la cual a renglón seguido añade: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios”.  El que se encuentra atrapado en un pantano, mientras más se mueve y se esfuerza por salir, solamente logrará lo contrario, hundirse con mayor rapidez. 

Aunque la tierra sea removida, y los montes arrojados al corazón del mar. Cuando la oscuridad de la tormenta nos inunda y no existe cosa alguna que nosotros podamos realizar para eludirla, lo único que nos resta hacer es dejarnos caer en sus brazos y descansar en Él.

Estad quietos, y conoced que yo soy Dios. Cuando nada puedes hacer para librarte de la angustia que te consume, estad quieto, porque yo jamás te desampararé. El ciclo de la vida continuará y nuevamente saldrá el sol que anunciará un nuevo amanecer. Amén, sí Señor.

http://www.estudiosmaranatha.com/


Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.