Pureza Sexual … EL MAYOR PLACER

Saludos nuevamente a todos ustedes que defienden día a día su pureza sexual

En medio de aquella sala de espera llena de gente desconocida y ensimismada en su propio mundo, me sentía solo y derrotado, como tantas veces antes, luego de haber caído una vez más en las garras de la lujuria sexual.  Me sentía sin fuerzas para levantar la cabeza, así que concentraba la mirada en el diseño de flores del piso de loza de aquel lugar.

En más de una ocasión, escuchaba a lo lejos el entrar y salir de las personas de aquel consultorio, siempre acompañado por el suave rechinar de una puerta del fondo.  Cuando mi curiosidad pudo más que mi cansancio, levanté la cabeza para ver lo que pasaba.  Ahí lo vi por primera vez.  Un hombre que debía rondar en los setenta años, alto y delgado con su pelo, que ya escaseaba, completamente blanco, o mejor dicho, plateado.

Había sido referido a este siquiatra cristiano para considerar la posibilidad de medicarme por los últimos ataques de una depresión que no cedía, que me sumía en una profunda tristeza y que me hacía recaer en el foso de la lujuria. Tenía tanta rabia dentro de mí, porque no acababa de sacar a este persistente enemigo de mi territorio.  Podía tener largos periodos de pureza sexual, de muchos meses, pero de repente, bajaba la guardia, me sobre confiaba, mi relación con Dios se enfriaba y entonces, lo único que faltaba era un detonador sexual, algo que encendiera la mecha  que me llevaría a explotar para caer de nuevo como prisionero de la lujuria.

En esta ocasión, mi hijo Pedrito, estaba a punto de nacer.  Este era el varoncito que tanto había esperado, el hijo de la promesa, el hijo sobre el cual se había profetizado al llamársele como el hijo de nuestra plenitud.  Por el contrario, nada de plenitud podía sentir en mi vida.  Luego de casi un año de pureza, había regresado al vómito de la pornografía, las masturbación y los salones de masajes.

Mi rabia se tornaba contra mí, al punto de querer hacerme daño, de querer romperme por dentro para ver si así, podía “hacerme” a mí mismo de otra manera.  Mi hijo varón estaba a punto de nacer y  estaba lejos –a años luz– de ser el padre que yo había anticipado que lo recibiría: Un padre integro, viviendo una vida pura, una vida cristiana sin dobleces ni mentiras.  Mi hijo llegaría al mundo y le aguardarían lo brazos de un padre sumido en la lujuria sexual, atado a lo pornográfico y sexualmente torcido, derrotado y sin un testimonio ni legado de pureza para darle.

Por eso estaba allí sentado, tratando de explorar cómo la medicina podía ayudarme a levantarme del piso, si eso era posible. Recordando las múltiples caídas que había tenido, esperaba mi turno entre el rechinar de la puerta y la entrada y salida de otros seres, que como yo, muy posiblemente estaban al pie del barranco buscando cómo no derrumbarse al vacío.

Entonces, me percaté de algo curioso en una de las salidas de aquel flaco doctor cubierto de canas:  Al llegar a la oficina donde estaba la recepcionista, pude ver cómo, de manera gentil y amorosa la abrazó de espaldas. Parecía ser una mujer de edad similar a la del doctor.  Luego, en varias ocasiones lo escuché, llamándola “mi amor” y pude deducir que era su esposa.  Ante este cuadro, saltaron a mi mente diversas interrogantes sobre aquel médico y su vida:  ¿Sería genuino con su esposa? ¿Serían esos gestos de cariño una muestra sincera de su compromiso? ¿O sería, más bien, un formalismo social, una apariencia que encubre una doble vida hueca y llena de infidelidad?

Mi mente derrotada y pesimista sólo podía llegar a una conclusión:  ”No hay hombres fieles en este mundo; el que más o el que menos, tira una de esas canitas al aire…”  Mi conclusión me encendía la rabia, la frustración por todo el esfuerzo perdido para mantenerme fiel y puro a una esposa, que cargaba nuestro hijo en sus entrañas y que yo le seguía pagando con impureza, lujuria y adulterio.

Así entré a la oficina de aquel hombre, incómodo y lleno de rabia, preso de la frustración y con ganas de llevarme de frente a la humanidad entera.  Al sentarme frente a él, una amplia sonrisa se dibujaba en su boca, y luego me dijo:  ”Bueno, Edwin, ¿qué te trae por acá?”  Como quien está esperando el sonar de la campana para comenzar a pelear, recordé sus gestos de cariño para su esposa y le dije con áspera voz y en tono acusatorio:  ”Doctor, yo vengo aquí para que usted me conteste una sola pregunta:  Yo quiero que usted me conteste si es posible serle fiel a la misma esposa por toda una vida.”

Aquella  primera sonrisa se fue disipando de su rostro, pero lo que entonces vi fue un semblante de amor y misericordia para mí.  Con voz suave y sin titubeos me dijo:  “Te puedo contestar que sí, pero también te puedo contestar que no.  Todo depende en dónde pongas la mirada.  Todo depende de cuál placer es el mayor para ti.”

Mi mente estaba demasiado agotada para entender aquellas palabras y era obvio que mi cara era reflejo de esto.  No había entendido absolutamente nada de su respuesta.  Al verme con la cara en el limbo, me dijo:  “He estado casado con mi esposa por casi cincuenta años.  Durante esta vida, no puedo contar todas las veces en que ambos hemos fallado y nuestras expectativas no se han cumplido.  Con el paso del tiempo, he visto a mi esposa envejecer, he visto su cuerpo menguar y no ser tan atractivo como el cuerpo de una mujer joven, lleno de vitalidad y firmeza.  De igual manera, ella ha visto el mismo envejecimiento y desgaste en mí.  Si pongo la mirada en ella, en su humanidad, en su limitación, en sus imperfecciones, entonces seré derrotado; entonces caería en infidelidad, porque mi mirada está puesta en lo externo y al compararla con otras, mi carne siempre buscará lo más que le atraiga.”

Al darse cuenta que no lo estaba entendiendo, me compartió la siguiente historia: “Mi padre fue un humilde jíbaro del campo, un hombre dedicado a la agricultura.  Nunca pudo estudiar después del tercer grado porque mi abuelo lo sacó de la escuela para que ayudara en la finca y poder así generar más dinero para sus otros hermanos más pequeños.  En mi casa, el único que tuvo la oportunidad de llegar a la Universidad fui yo.  

Cuando decidí estudiar medicina, siempre mantuve grabado en mi mente el rostro de mi papá.  Era un rostro lleno de orgullo, una profunda satisfacción por lo que su hijo estaba logrando. Al culminar mi estudios de medicina y llegar el día de la graduación, miré al fondo del salón, donde estaba sentado mi padre.  Su rostro lo iluminaba todo.  Sus ojos, llenos de orgullo, me miraban, mientras esperaba mi turno para que llamaran mi nombre y pudiera recoger mi diploma.  Entonces, un pensamiento se me encendió por dentro que me ha acompañado por el resto de mi vida: Nunca hagas nada con este diploma que le quite a tu padre esa satisfacción que tiene por ti en este momento.  Siempre he cumplido con esa norma en mi profesión y en mi vida.”

En medio de mi cansancio, esta historia me despertó y me sacudió desde la cabeza hasta los pies.  El siquiatra continuó:  ¿Lo entiendes, Edwin?  Si tratas de mantenerte fiel a una promesa, a una manera de vivir por tí mismo, por tu esposa, estás poniendo la mirada en lo pasajero en lo limitado.  Ahora bien, si pones tu mirada en tu Padre, en quererlo honrar a El, en proteger Su amor, la misericordia que El te ha dado, entonces tu mirada estará puesta en lo eterno, en lo incambiable, en quien sí llena tus expectativas, en Dios.

Algo se iluminó en aquella oficina.  Mi cara debe haber cambiado también, porque la conversación tomó otros giros llenos de entusiasmo y esperanza.  Entonces el doctor me dijo: “Tienes que decidir cuál será tu mayor placer, porque ese es el que siempre pesará más.  Si el tener conductas de lujuria sexual y de infidelidad te producen el mayor placer porque tu relación con Dios está tibia, pesarán más los placeres de la carne.  Pero si tu relación con  Dios está sólida, si mantienes una intimidad con El, si recuerdas cómo El se siente agradado contigo, entonces no querrás hacer nada que lo entristezca, que destruya ese orgullo que El siente por ti.  Pon a Dios en ese lugar de tu mayor placer y no habrá ningún placer de la carne que pueda seducirte, porque al compararlo con el placer que derivas de tener una verdadera relación con Dios en tu vida, todos los placeres carnales serán poco atractivos y hasta repulsivos.”

Luego, hablamos de mi hijo esperado y al contarle lo que se había profetizado de él, saltó de su silla y me dijo unas palabras que nunca olvidaré mientras viva:  ”Edwin, ¡Dios te ha querido enviar desde el cielo una medicina y ése es tu hijo; esa es tu medicina del cielo!  Con lágrimas en los ojos lo recibí y pude entender que restauración seguía siendo un  proceso de Dios para mi vida y que para que esa pureza en mí se solidificara, Dios enviaría del cielo una medicina extraordinaria mediante la vida de mi hijo varón. Así ocurrió.

Con la llegada de mi Pedrito, pureza llegó para quedarse en mi vida.  Ahora, mi mayor placer era el legado de pureza que anhelo dejarle a mi varoncito y la convicción de no querer deshonrar a Dios más, abriendo la puerta de la lujuria sexual.  Por eso, quiero preguntarte:  ¿Cuál es tu mayor placer?  ¿El derivado de la lujuria sexual, o el que nace de tu relación con Dios?  ¿Qué pesa más, el placer carnal o la satisfacción de saber que estás siendo un modelo de pureza para tus hijos?

Ahora, cada día, veo en los ojitos de mi hijo una llama que mantiene encendido mi compromiso de pureza.  Y cuando veo a mi esposa, podré ver su limitación, sus imperfecciones, como también las tengo yo, pero sé que dentro de ella habita ese Dios que me ha perdonado y que nunca más quiero deshonrar y entristecer mediante el adulterio.

Salí de aquella oficina con un espíritu renovado y con una fuerza y convicción que nunca había sentido. A los pocos meses, Pedrito estaría en mis manos.  Esa sería la única medicina que necesitaría para aquella depresión que se secaba para no regresar jamás.

Nunca más pude ver a aquel doctor para manifestarle mi agradecimiento por sus palabras y testimoniarle lo que Dios había hecho conmigo mediante él.  Al poco tiempo, Dios lo llamó ante su presencia.  No tengo duda de que allá en los cielos, otra graduación le esperaba; una donde en lugar de un diploma, una corona se le entregaría.  Y allí, ante los ojos orgullosos de su Padre, millares aplaudirían.

¡Pido a Dios que así culmine tu vida y mi vida terrenal, para dar comienzo a una nueva vida de eterna paz y bienestar!  Pon tu mirada en el mayor placer, el eterno, el que es todo pureza e intimidad con Dios. Entonces podrás ver que los otros placeres son poco atractivos, amargos y pasajeros. Entonces, podrás mantener firme la mirada en El, en el Unico que puede darte plenitud de vida y gozo por toda una eternidad.  ¡Adelante!  ¡Corta es la carrera, cuando la comparas con las promesas eternas!

Un abrazo,

Edwin Bello

Fundador

Pureza Sexual…  ¡Riega  la  Voz!


PD: Escucha el audio testimonio de Edwin Bello de cómo pudo vencer a la lujuria sexual.  Presiona pureza sexual para acceder.


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