Pureza Sexual … RECORDANDO AL PADRE TORRALBA

Saludos nuevamente a todos ustedes que defienden día a día su pureza sexual

Parado en aquella esquina a las 6:15 de la mañana y a dos bloques de mi casa, esperaba con ansiedad a que apareciera en la lejanía del horizonte, el singular punto amarillo que, poco a poco se iba acercando y agrandando, hasta convertirse en la guagua escolar que me llevaría a mi destino.

Habría de repetir este rito todos los días de mi vida escolar por los siguientes cuatro años.  Mi llegada a la escuela superior, marcó un cambio drástico en la vida que tendría.  Con el cierre del Colegio San Antonio de Guayama, la única opción que mis padres tenían disponible para mí era la escuela pública o tener que hacer el viaje de una hora y quince minutos a Ponce por la “carretera vieja” ya que para aquel entonces, no existía la autopista desde Guayama.

Mis padres se debatían entre el peligro de ese viaje dos veces al día, el tenerme que levantar mucho más temprano y llegar mucho más tarde a casa.  La posible escuela, llamada “El Colegio Ponceño”  implicaba un reto académico como yo nunca había confrontado.  Enfatizo la palabra “nunca” porque El Ponceño era un escuela de alta excelencia académica y yo era un estudiante promedio, que hacía el menor esfuerzo con los libros, mientras me pasaba peleando y cayendo en problemas por mi conducta sexualizada.

Por otro lado, la escuela pública se presentaba como el escenario perfecto para seguirme metiendo en situaciones de mala conducta, con muchos de los amigos que ya conocía del Colegio San Antonio y que esperaban re-encontrarse conmigo para continuar nuestras andanzas.  Luego de mucho pensar, mis padres me matricularon en El Ponceño.  Tenía 14 años y llevaba conmigo a una amiga inseparable –pero clandestina– que me conocía mejor que nadie: Su nombre –que ni me atrevía a mencionar– era la masturbación.

En El Ponceño, hubo algo dentro de mí que hizo “click” inmediatamente.  El reto académico que nunca había tenido me gustó.  También me gustaba que estos estudiantes ponceños, que eran tan orgullosos y exclusivos con su “Ponce es Ponce y lo demás es parking” tuvieran que ver cómo un estudiante del insignificante pueblo de Guayama les “comía los dulces” académicamente.  Así, comencé a ver que no tenía que ganarme la atención de la gente con mis puños, ni con mis atrevimientos sexuales.  Podía hacerlo con mis notas.

Pero a pesar de obtener logros académicos que nunca me imaginé estaban al alcance de mi mano, otra fuerza dentro de mí me lastraba, me hundía y derrotaba todos los días.  Sin entender en mi temprana adolescencia cómo se mueven los invisibles hilos de la lujuria sexual, me sentía atrapado por esta fuerza que me dominaba mediante la masturbación.  En mi memoria, los eventos de mi abuso sexual a los cinco años venían a asaltarme sorpresivamente, como ese chubasco que te asalta sin sombrilla, cuando menos te lo esperas.

Esos recuerdos llegaban mediante fantasías sexuales, sueños y visiones, que me trasladaban a mi pasado; a un pasado donde yo no quería estar por el pánico que el mismo me causaba. Entonces, poder utilizar a la masturbación para apaciguarme, para cambiar la historia dentro de mi cabeza y poderme ver como un victimario y no una víctima, como un participante voluntario y no como un niño usado como objeto sexual por una mujer adulta, era la escapatoria perfecta para manejar los ataques de la lujuria sexual.  Así lo hice.  Así lo repetía hasta el cansancio; hasta que mi cuerpo no resistía más el abuso, el dolor, la mutilación que ahora no venían de manos extrañas, sino de mis propias manos.

¿Como poder hablar con alguien de esto, sin sentir una profunda vergüenza y derrota?  Me hice esa pregunta una y mil veces.  Pero finalmente ocurrió.  La respuesta llegaría de la manera más curiosa y cómica, como a Dios le gusta darnos las respuestas tantas veces.

Una vez, antes de comenzar una de las misas que daban en la misma escuela, noté que varios curas de El Ponceño se habían sentado en una sillas bien lejanas en las cuatro esquinas del llamado “Cafetorium” es decir, el lugar donde se  almorzaba y se celebraban todas las actividades que aglutinaban a todo el estudiantado y la facultad.  Preguntándole a uno de mis compañeros de salón sobre qué estaba ocurriendo, él me dijo: “Chico, que los curas abrieron las filas para la confesión”, a lo que le contesté con una cara de sorpresa. Pero, algo llamó mi atención. Inmediatamente, me percaté de algo impresionante.

Mientras que algunos de los curas tenían a tres, cuatro o cinco estudiantes en sus filas, había una fila que tenía como treinta o cuarenta estudiantes.  La curiosidad era demasiado fuerte como para evitarla. Tocando el hombro de aquel compañero, le pregunté: “Mira, ¿me puedes decir por qué ese cura tiene tanta gente en su fila?”  Entonces, su respuesta sí que me rompió todo esquema:  ”Aaaa bueno, es que ese es el Padre Julio Torralba, y cuando él abre fila para escuchar confesiones, se le llena su ‘kiosco’ porque él tiene una manera muy popular de confesar…” No pude contener la risa, cuando escuché a mi compañero referirse al servicio del Padre Torralba de asistir en la confesión a los estudiantes como un “kiosko”.  Pero la verdad es que, por la longitud de la fila, parecía que allí estaban regalando oro.

Con el paso del tiempo, entendí a qué se refería mi compañero cuando hablaba de la “popularidad” del Padre Torralba. Conociendo sobre el manto de vergüenza y miedo que sobrecogía a los estudiantes varones al tener que lidiar con la masturbación y otras tentaciones sexuales, el Padre Torralba había diseñado un método para ayudarnos en la confesión:  Nos hacía preguntas sencillas que podíamos responder con un “Sí”, o con un número, dependiendo de la frecuencia del pecado.  Así, llegado mi turno, el Padre Torralba me recibía con una sonrisa y un abrazo y luego comenzaba: “Bueno pues, Edwin, dime algo: ¿viste alguna revista porno esta semana, sí o no? ¿Cuántas veces la viste? ¿Una, dos, tres o más veces? ¿Cuántas veces te masturbaste durante esta semana?  ¿Serían dos, tres, cuatro, cinco o más veces?”  

De esta manera, sus preguntas y mis respuestas estaban ausentes de esa ansiedad y miedo que vienen, cuando uno tiene que decir las palabras específicas. Me sentía a gusto con ese estilo de “confesarme” del Padre Torralba.  Por primera vez en mi vida, podía hablar con alguien sobre la masturbación, sobre las fantasías sexuales, sobre la pornografía y otras conductas sexuales, sin sentirme como un despojo de la naturaleza, como un ser anormal.  Con su sonrisa, con su abrazo, con su amor y sus sencillas preguntas, Padre Torralba le había quitado la horrible carga de condenación y vergüenza a la lucha con la carne; una lucha constante, donde la lujuria sexual no cedería ni un centímetro de territorio.

Aunque al llegar a El Ponceño no era Católico practicante, sí tenía recuerdos aterradores de la confesión. Cuando era un niño de ocho o nueve años, tenía que ir a la iglesia del pueblo los sábados por la mañana y hacer fila sin saber cuál sería el cura que me tocaría. La espera en fila era angustiante, mientras me llegaba el turno para entrar en aquella oscura cueva de madera tallada con cortinas de terciopelo rojo, donde estaba escondido el cura que escucharía mi confesión.  La ansiedad se hacía mayor cuando recordaba las amonestaciones que los curas me lanzaban sobre el pecado de la masturbación: “La masturbación produce locura”; “la masturbación causa que te crezcan vellos en las palmas de las manos”; “la masturbación hace que se te caiga el miembro masculino”; y “la masturbación causa esterilidad”. 

Me aterraba y avergonzaba hablar de la masturbación, porque me hacía sentir sucio, defectuoso e inferior espiritualmente. De hecho, ni sabía cómo mencionarla por nombre, porque al parecer, nadie en el planeta se ponía de acuerdo cómo llamarla.  Unos la llamaban “abusar la carne”, “tener sexo conmigo mismo”, “autogratificarme”, mientras otros la llamaban “el pecado de la mano”, “autoestimularme”, o ”satisfacerme con la mano.”  Así, que ante tanta confusión, prefería omitirla en mi confesión y lo que decía al cura es que me perdonara “todos los pecados mencionados y cualquiera otro omitido…”

Pero, gracias a Dios y al Padre Torralba, la masturbación comenzó a perder esa carga de secretividad y aislamiento. Poco a poco, aquel hombre de Dios comenzó a enseñarme que el perdón y el amor tenían más peso que la culpa y acusación de la masturbación.  Recuerdo que siempre me decía, “lo confiesas, Dios lo limpia y sigues caminando…”  No tengo duda que aquel sacerdote español tocó la vida de miles y miles de jóvenes y niños durante su vida en Puerto Rico, antes de que el Señor lo llamara ante su presencia.

Aunque luego de conocer al Padre Torralba, mi esclavitud por el sexo me sumió en una oscura profundidad que duró 25 años más, nunca me he olvidado de él y de lo que me enseñó en sus mentorías sobre mi sexualidad.  Gracias a él, nunca me he olvidado que en cualquier esquina de nuestra vida, te puedes topar con un ángel, con un mensajero de Dios, dispuesto a sembrar una semilla de libertad y de esperanza.

Hoy, en el grupo de varones del Ministerio Hombres de Valor, Hombres de Verdad –cuando el Señor me inspira a hacerlo– puedo ver los momentos en que el ambiente espiritual está cargado de la misma secretividad y vergüenza que llenaron mi vida de adolescente. Entonces, antes de irnos de la reunión del grupo, pido a los hombres que en silencio, alcen su mano cuando mencione alguna conducta sexual que los haya afectado durante esa semana.  Así, enunciando el simple cuestionario del Padre Torralba, recuerdo y honro lo que aquel hombre de Dios –un simpático y amoroso cura español que entregó toda su vida en Puerto Rico– hizo por un joven de catorce años para rescatarlo del miedo y la vergüenza que le propinaba la lujuria sexual.

Ahora, con su misma estrategia de amor, otros hombres cristianos pueden romper ese miedo, ese silencio de confesar la naturaleza de sus luchas contra el sexo compulsivo.  No me queda duda que en alguna esquina del cielo, se ha encendido la luz muy peculiar de este hombre de Dios.  En esa esquina, El Padre Torralba estará sembrando amor y esperanza con su palabra sencilla y aquellos abrazos llenos de la misericordia sanadora de Cristo.  Gracias, Padre Torralba.  Usted es eterno en el cielo.  Usted es eterno aquí, en el recuerdo de todos aquellos a quienes ayudó…

Un abrazo,

Edwin Bello

Fundador

Pureza Sexual…  ¡Riega  la  Voz!


PD: Escucha el audio testimonio de Edwin Bello de cómo pudo vencer a la lujuria sexual.  Presiona pureza sexual para acceder.


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