Pureza Sexual … RECUERDOS DE LA BICICLETA OLVIDADA

Saludos nuevamente a todos ustedes que defienden día a día su pureza sexual

Un día, cuando me disponía a cortar la grama del patio, me re-encontré con ella.  Yacía sepultada, en la esquina más oscura del “closet” en medio de otras cosas envejecidas por el tiempo y el olvido.  Al mirarla, noté que sus mejores días habían pasado hacía tiempo.  Su canasta –que antes era de un color rosado intenso con flores blancas– palidecía cubierta de polvo y telarañas.  El moho comenzaba a motear todo el metal de su armazón, que un día fue de color violeta brillante.  Sus gomas estaban coartadas y secas, faltas del aire que antes les dio vigor y movilidad.

Estiré mi brazo para llegar a ella y tocar el oxidado timbre que a duras penas se agarraba del curvo manubrio.  En medio de la oscuridad, escuché su vibrante sonido, claro y musical –como siempre se oyó– desde el primer día que la abuela le regaló aquella bicicleta a mi hija Ana Belén.  Toqué el timbre varias veces para escuchar su melodía…  Fue entonces que los recuerdos de aquella vieja bicicleta despertaron en mi mente para transportarme a otros tiempos…

Eran las memorias de mi hija en el parque, aprendiendo a correr bicicleta sin las “rueditas” traseras que evitan las caídas, para los niños que no saben guardar el equilibrio.  Reflexioné por largo rato sobre los esfuerzos de mi hermosa Ana Belén para dominar aquella bicicleta.  Allí, en aquella oscuridad del “closet” recordé aquellos días, cuando mi hija venció el miedo de correr sin “rueditas” y pudo ganar el equilibrio necesario.  Me sonreí y pensé en voz alta:  ”Dios, así eres Tú con nosotros, tus hijos, cuando buscamos Tu restauración, Tu pureza…”

Porque aprender a ser puro es como aprender a correr bicicleta…  ¡No, por favor, no pienses que me he vuelto loco!  Poco a poco entenderás lo que quiero compartirte. Recuerdo aquella expresión decidida en la cara de mi Anita cuando me dijo:  ”Papi, hoy es el día…”  Durante varias semanas, había estado tratando de convencer a mi hija para que intentase correr bicicleta sin aquellas “rueditas” traseras. No había nada que yo le pudiera decir para convencerla, hasta que Anita no se convenció a sí misma de que estaba lista para dar el valiente paso.

Finalmente, ¡llegó el gran día!  Busqué el destornillador y removí las pequeñas ruedas traseras de la bicicleta.  Dejándolas a un lado, miré el rostro de Anita, donde se dibujaba una sonrisa mezclada con nerviosismo.  Aproveché para abrazarla y decirle:  ”Mi princesa, yo sé que tú puedes.  Aquí estaré contigo para ayudarte…”

Al principio, los intentos inseguros de Anita por mantenerse sobre su bicicleta acababan en fracciones de segundos.  Con solo pedalear varias veces, la bicicleta perdía velocidad y dirección y la fuerza de gravedad hacía el resto. Durante ese primer día, más estuvo mi hija en el piso que sobre su bicicleta. En varias ocasiones, sus caídas causaron raspaduras en sus rodillas y en una de sus manitas.  Allá iría yo, corriendo tras Ana, para levantarla, abrazarla y secar sus lágrimas.  Siempre le diría lo mismo… ”Mi amorcito, estoy aquí… Yo sé que tú puedes…”

Cuando el cansancio la venció, Anita dejó la bicicleta atrás, en medio del parque, y caminó cabizbaja y pensativa hasta mis brazos. Sollozando, me agarró con fuerza, como si no quisiera soltarme jamás. Sentí que con su fuerte abrazo me hablaba de su pecho al mío. Ella pensaba que me había defraudado por no haberse mantenido de pie, por no haberlo logrado.  Lo único que se me ocurrió decirle es: “No te preocupes, mi vida. Mañana será mejor; ya verás…  Yo sé que lo vas a lograr…” No estaba equivocado. Así sería.

Al siguiente día, cuando el sol apenas comenzaba a salir, Anita me despertó haciéndome cosquillas en los pies.  Al mirarla, ella me dijo, “Papi, me dijiste que hoy sería un mejor día, ¿te recuerdas?  Hoy quiero aprender a correr bicicleta…” Regresando al parque que el día anterior había sido un lugar de derrota, Anita continuó tratando de pedalear y mantener el equilibrio sobre su bicicleta.  Vez tras vez, comenzábamos el intento cuando la impulsaba, agarrando el asiento de la bicicleta, mientras corría detrás de ella.  Era importante que, según ella me lo había suplicado, no la soltara hasta que Anita me dijera, “¡AHORA!”

Luego de soltarla,  seguía corriendo detrás de ella, diciéndole: “¡Sigue, sigue, sigue! ¡Yo sé que tú puedes! ¡No te detengas!  ¡Pedalea, pedalea, pedalea!” Mientras corría y gritaba, agitaba los brazos, como queriendo dirigir el viento tras la bicicleta para que se mantuviera corriendo.  Con mi cuerpo, me balanceaba, como si lazos invisibles de amor pudieran evitar que mi hija se cayera. Muchas veces más, la bicicleta se arrastró por el suelo y, con ella, Anita siguió cayendo.  Sin embargo, con cada caída, mi hija cobró más fuerzas.  En lugar de sentirse derrotada, pude ver en su rostro una creciente determinación, una tenacidad que se intensificaba, por mantenerse en la lucha, corriendo sobre su bicicleta.

Finalmente ocurrió.  Con cada pedaleo, Anita venció el miedo.  Lo que comenzó como corridas zigzagueantes y accidentadas que terminaban en el suelo en breves segundos, culminó con mi hija corriendo bicicleta con fluidez y confianza.  Atrás quedaron las rodillas peladas, las lágrimas y el orgullo magullado de mi persistente Anita.

Pensando sobre sus caídas en la oscuridad del closet, me pregunté si Anita me había llevado al borde del cansancio o la frustración con su tenacidad.  No me tardé ni un segundo en contestarme tal interrogante: Mientras mi hija quisiera seguir tratando, yo estaría ahí con ella para impulsarla, encausar el viento tras su bicicleta, ayudarla a mantener el balance y si era necesario, sanar sus peladuras y enjugar sus lágrimas… ¿No es eso lo que hace Dios con nosotros y nuestras luchas?

Volviendo al tema de la pureza sexual, la oscuridad del closet me hizo reflexionar sobre mi propia vida. Por 30 años me creí que sabía correr bicicleta, que estaba en control de todo, cuando en realidad, las “pequeñas ruedas” de la lujuria sexual controlaban mi vida. El miedo me vencía cada vez que consideraba arrancar de mi vida esas “rueditas” de la lujuria sexual. Pensé que vivía –que tenía éxito– cuando en realidad, todo era un espejismo, una mentira.  Nadie pudo convencerme de esta realidad, hasta que no me convencí a mí mismo; hasta que no decidí que tenía que comenzar a vivir en libertad.  Tenía que botar las pequeñas ruedas que me engañaron por media vida; solo así podría aprender a correr en libertad, alejado de las mentiras de la lujurias sexual

Así, un día, solo por la gracia de Dios, comencé a intentarlo. ¿Podría contar la veces que me caí y mordí el polvo del suelo? Imposible. Pero algo pasó que animó mi lucha. Como nunca antes, comencé a experimentar la misericordia de Dios sobre mi vida esclavizada. No importaba las veces que me cayera. Dios estaría ahí para levantarme y limpiar el polvo del pecado de mi cuerpo adolorido. Mis rodillas y manos peladas encontrarían el ungüento sanador en las manos de mi Padre.  Y al extender Su mano protectora, Su voz llenaría mi corazón con un “Yo sé que tú puedes, hijo mío…”

¿Se cansaría Dios de mis caídas?  Jamás.  ¿Se avergonzaría Dios de mis rodillas peladas?  Nunca.  ¿Sabes por qué?  Porque El es mi Padre.  Porque Su Amor me cubre y te cubre.  El es experto en enjugar lágrimas, alentar con abrazos y sanar rodillas peladas.  Así, mientras que la bicicleta de mi vida daba tumbos para caer, vez tras vez, mi Padre seguiría agarrándome de la silla, impulsándome con Su fuerza y corriendo después de mí, agitando sus brazos para encauzar el viento detrás de mi bicicleta.

¿Se frustraría Dios conmigo al verme la cara de frustración por mis repetidas derrotas? No ha pasado, ni pasará. Aún más, Dios me llevará –como llevé yo a mi Ana– al lugar de las derrotas pasadas más aparatosas, para que allí pueda lograr las más grandes victorias.  ¿Tirará Dios la toalla en mi lucha, porque no salgo del suelo? El seguirá luchando hasta que lo logre. Porque El me hizo para conquistar. Porque El sabe que puedo. Porque El es mi Padre. Sí, ahora lo puedo entender. Aquella vieja bicicleta me lo recordó en la oscuridad de un “closet”. Sólo por ese Amor que inspiró la creación, Dios nunca se dará por vencido. De la misma manera que yo nunca me rendí con mi Ana…

Y cuando mi hija logró el balance para mantenerse pedaleando sobre su bicicleta, mi alegría fue incontenible.  Saltando y corriendo tras mi hija, mientras su bicicleta seguía un curso recto, mis palabras de aliento volaban hasta ella:  “¡Te lo dije, mi amor, te lo dije!  ¡Te dije que tú podías!”  Mientras más repetía esas palabras, más fuerte pedaleaban sus pequeños pies.  ¡Mi hija lo había logrado!

Así mismo ocurrió conmigo cuando aprendí a vivir en pureza sexual sin caerme repetidamente, cuando me cansé de morder el polvo del pecado.  Porque un día, el impulso de Dios y Sus palabras de aliento, me mantuvieron fuera del suelo. Sí, recuerdo que mis palabras eran iguales a las Suyas, cuando pude correr mi bicicleta en libertad: “¡Hijo mío, yo sé que tú podías!” Hoy sé que si me mantengo de pie, es porque El sigue impulsándome con Su mano y encausando Su viento recio en mi espalda. ¡Gracias Padre por creer que algún día sería libre de la lujuria sexual!

Así me dispuse a empezar las tareas de aquel día en el patio.  Pero antes, justo antes de comenzar, entré a la casa.  Allí, en la cocina estaba mi amada Ana, ahora una espigada niña de 9 años, mientras se comía un cereal que flotaba sobre la leche.  Al verla tan grande, mis ojos se inundaron de lágrimas.  ¡Había crecido tanto en tan pocos años!  Corrí a ella y la abracé…

Al verme así, me preguntó:  “¿Papi, te pasa algo?”  Sólo la abracé, como queriendo hablarle con el corazón, desde mi pecho al suyo.  “No, mi amor, todo está bien…  Es que Dios es tan bueno…”  Suspiré aliviado en los brazos de mi hija y mirándola a los ojos, le dije:  “No importa lo que sueñes, lo que anheles, quiero que sepas que voy a estar ahí para ti…  Porque yo sé que tú puedes, mi amor…”  Nada más podía decir, porque esas eran las palabras de mi Padre para mi vida, las que El me dijo tantas veces, cuando soñaba con mi libertad, con la pureza que El quería regalarme.

Hoy le pido a Dios que haga lo mismo contigo.  ¿Te atreverás a correr sin esas pequeñas ruedas que te han dado un balance ficticio toda una vida?  Tu Padre estará ahí contigo; no temas; El te hizo. Y si El dice que puedes, créele, porque tu Padre nunca se equivoca. ¡Te bendigo en esta travesía de pureza para tu vida y la vida de los tuyos!

Un abrazo,

Edwin Bello

Fundador

Pureza Sexual…  ¡Riega  la  Voz!


PD: Escucha el audio testimonio de Edwin Bello de cómo pudo vencer a la lujuria sexual.  Presiona pureza sexual para acceder.

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