Pureza Sexual … ALZANDO VUELO

Saludos nuevamente a todos ustedes que defienden día a día su pureza sexual

Viajando mucha distancia –al pasado de mis primeros años– guardo muy dentro de mí el recuerdo de las manos laboriosas y diestras de mi padre, siempre inventando, construyendo o reparando algo para la familia.  Eso mi padre lo aprendió de su padre, “Papá Leo” quien siempre estaba ayudando a sus vecinos, reparando las cosas que se les dañaban en la casa.

¿Cómo olvidar aquellas manos que tantas cosas me enseñaron?  Manos perfectas nunca fueron, pero ahora, mirando hacia atrás, puedo entender que lo que mi padre me brindó fue parte de lo que él había recibido en su crianza.  Nunca hubo en su corazón otra cosa que no fuera amarme y darme las mejores herramientas posibles para enfrentar a la vida.  Es decir, en su corazón sólo había para mí el anhelo de protegerme.

Regresando a mis recuerdos, veo aquellas manos ocupadas de mi Padre, entretenidas frente a mí, construyendo y a la vez enseñando.  Allí, cuando el sol de la tarde hacía sombra por la marquesina de la casa donde nací, mi papá sacaba una mesa al pie de la calle para trabajar en un “proyecto” de esos que él siempre se inventaba durante los fines de semana.

Recuerdo que mi casa era la última en la fila de casas de la Calle Badé Pérez del pueblo de Guayama; aquella calle moría en un gigantezco monte tupido de verdor y de misterio, donde mi papá y yo rompíamos la rutina, utilizando la imaginación, varias herramientas y algunos materiales para construir un objeto inigualable, único y de incalculable valor, que no podía adquirirse en una tienda, ni comprarse con todo el dinero del mundo.

Nunca me sentí más cerca de mi padre que en esos momentos, cuando se sumergía en el pasatiempo de construir algo y me llevaba consigo a un mundo extraordinario donde las horas parecían segundos, donde podía ser testigo de un  milagro creativo ante mis propios ojos.

Nunca olvidaré aquel sábado, cuando mi padre me enseñó con su inventiva, una de sus lecciones incomparables.  Recuerdo cómo mi papá esparció sobre la mesa de trabajo varios materiales y herramientas comunes y del diario vivir; materiales y herramientas que –a pesar de mis cinco años– ya conocía en la casa y en escuela:  Me refiero a unos trozos de tela, unas varetas de madera, unos carretes de hilo, un envase de pegamento, cinta adhesiva y unas tijeras.

No me podía imaginar lo que mi papá pensaba hacer con estos materiales, pero sé que algo increíble saldría de todo esto.  Entonces me dijo: “¿Puedes ver cuán débiles son todos estos materiales? Separados, todos ellos no soportarían mucha fuerza. El hilo se partiría fácilmente, las varas de madera se romperían y la tela se rasgaría.  La pega, sin tener qué pegar, no haría nada por sí sola.  La tijera tampoco tendría mucha importancia sin un pedazo de hilo, tela o de papel para cortar. Por sí solas –separadas– cada una de estas cosas tienen poco uso.  Pero si las unimos, todo cambiará.”

Entonces vi cómo utilizó la varas de madera para hacer una cruz que amarró con el hilo de uno de los carretes.  Luego utilizó las otras varas de madera para unir las cuatro puntas de la cruz, creando una especie de armazón. Con el hilo reforzó cada una de las esquinas donde se unían –como coyunturas– las varetas de madera.  Entonces utilizó el pegamento para embadurnar el reforzado armazón de madera, que luego cubrió con dos pedazos de tela que cortó con la tijera.

Durante todo este proceso, mi padre me pedía “ayuda” para cortar los trozos de hilo que utilizó, para sostener el armazón de madera, o mantener la tela doblada sobre el pegamento.  Aunque ahora puedo darme cuenta que mi ayuda, más que todo entorpecía el proceso, mi papá quería que mis manos también participaran; que el proyecto fuera de ambos.

Ahora puedo entender lo que su gesto de incluirme en el proyecto significaba:  El amor nunca excluye. El amor siempre busca cómo resaltar la importancia de aquellos que caminan con nosotros en el proyecto de la vida.  Con los ojos del amor unimos y entrelazamos sueños y esfuezos, porque nadie estorba.

Así, poco a poco, ante mis ojos se fue revelando la forma de una chiringa (que en otros países hispanos llaman cometa o bolantín) que las manos de mi padre y mis torpes manos de niño crearon. Sorpresa y gran expectativa se albergaban en mi corazón mientras se acercaba la hora de volar aquella chiringa incomparable.

Y allí mismo, al lado de mi casa, al pie de aquel monte misterioso donde moría la calle Bade Pérez, mi papá me dio las instrucciones para lanzar la chiringa al aire mientras él manejaba el carrete de hilo que la mantenía conectada con la tierra. Poco a poco, mientran los vientos de la tarde hacía fuerza sobre la chiringa, ésta comenzó a ganar más y más altura.

Recuerdo el peculiar sonido del carrete de hilo mientras giraba velozmente en las manos de mi padre. Aquel sumbido –parecido al de las de un enjambre de avejas– era la manera como la chiringa nos hablaba para pedirnos más hilo y más distancia.  Y así, la chiringa siguió alcanzando altura y entre más altura alcanzaba, más pequeña se veía en medio del claro azul del cielo.

Nada me ha hecho olvidar aquella tarde, cuando mi papá y yo construimos y volamos aquella chiringa. Recuerdo la amplia sonrisa de mi papá mientras que la chiringa remontaba altura.  Ahora puedo ver que su sonrisa era por mí, por la ilusión y alegría que se dibujaba en mi rostro.  Habíamos construido algo juntos; algo que nos superaba; algo que podía llegar más alto y más lejos que nosotros.

Finalmente, al caer la tarde, llegó la hora de regresar nuestra chiringa a tierra, lo que tomó bastante tiempo y esfuerzo, mientras mi papá enrrollaba el hilo en su carrete.  Al ver de regreso nuestra chiringa, observé que los azotes del viento la habían maltratado, pero aún así sobrevivió su difícil lucha en las alturas.

Sí, ahora puedo entender mucho más de aquella tarde, cuando mi Padre y yo construímos algo fuerte y duradero de la unión de componentes frágiles.  Ahora puedo entender que –como aquella chiringa– la fuerza de una familia, un Ministerio y una iglesia está en la unión de sus miembros.

Ahora puedo entender que en esta lucha por alcanzar las alturas de la pureza, nunca podré llegar a donde Dios me quiere llevar siendo una solitaria vara de madera, un pedazo de tela o un cordel de hilo.  Pero unido a otros, reconociendo mi debilidad, aspirando a ser algo más, podré llegar más alto y más lejos, allá donde las promesas de Dios me esperan.  Dios no nos creó para el islamiento y la soledad.  Dios nos creó para vivir y amar en función de los que nos rodean.

Así, sirviendo, amando, modelando nuestra pureza, podremos dar a otros lo que ya Dios nos ha dado. Podremos se débiles en nuestras propias fuerzas, en nuestra soledad y aislamiento, pero cuando nos unimos, nuevas fuerzas surgen; fuerzas que nos sobrepasan y nos elevan y nos permiten alcanzar alturas que solos, nunca habríamos podido alcanzar.

Mi Padre siempre amó y honró la unidad de la familia; siempre reconoció que al mantenernos unidos, llegaríamos más alto y más lejos.  Por eso es que las enseñanzas de mi padre con aquella chiringa me han acompañado por toda una vida.

Hoy, lo sigo recordando y amando más que nunca, aun cuando ya van para tres años que Dios lo llamó a a Sus alturas.  Gracias, Papi.  En realidad, nunca te has ido.  Aquí permaneces, en el corazón de tus hijos, en lo que sembraste y cosechaste para tu familia.

Un abrazo,

Edwin Bello

Fundador

Pureza Sexual…  ¡Riega  la  Voz!

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