Pureza Sexual … LOS MISERABLES DE LA LUJURIA SEXUAL

Saludos a todos ustedes que defienden día a día su pureza sexual

Yo sé que en mí, esto es, en mi naturaleza humana, no habita el bien; porque el desear el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí.  Entonces, aunque quiero hacer el bien, descubro esta ley: que el mal está en mí. Porque, según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero encuentro que hay otra ley en mis miembros, la cual se rebela contra la ley de mi mente y me tiene cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Doy gracias a Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Así que yo mismo, con la mente, sirvo a la ley de Dios, pero con la naturaleza humana sirvo a la ley del pecado.  Romanos 7: 18-25

El peso de nuestro pasado, de nuestras acciones llenas de impureza y una densa oscuridad repleta de víctimas, ha hecho que muchos de nosotros nos veamos como seres despreciables, personajes horribles de una historia vergonzosa, almas miserables que dan tumbos por calles de pecado e inmundicia, donde la lujuria sexual nos ha convertido en monigotes, sin otro destino que no sea la esclavitud de nuestras cadenas.  Hasta cierto punto, las impactantes palabras del Apóstol Pablo a los Romanos reflejan esta cruenta lucha entre los miembros de la carne y las sensibilidades del espíritu.  Como todos los que hemos conocido a Jesucristo y le hemos abierto el corazón, anhelamos honrarle, seguirle y corresponder su amor.  Nuestro espíritu vive enamorado de Él.  Pero nuestra carne sigue aprisionada, ciega, atada y obsesionada con los placeres de este mundo.  Y al dar tumbos entre lo bueno y lo malo, la culpa nos rompe por dentro.

Sí, nos hemos visto como miserables hundidos en nuestra propia miseria, sin derecho a tener esperanzas por todo lo impuro que ya hemos hecho…  ¿Así te sientes tú?  Pues si así te ves, en el espejo de tu desesperanza, permíteme contarte la historia de un hombre extraordinario que encajaba perfectamente en esa descripción.  Es la historia de un hombre condenado y sentenciado por sus acciones equivocadas; aplastado por un mundo que le succionó toda esperanza.

Culpable de robar un pedazo de pan para alimentar una sobrina que estaba al borde de la muerte, el sistema lo sentenció a 19 años de trabajos forzados y lo clasificó como un criminal peligroso y sin posibilidades de rehabilitación.  Luego de cumplir su sentencia, quedaría prisionero de una probatoria de por vida, que le obligaría a reportarse a las autoridades cada semana para informar cada paso que daba.  Ante los ojos del mundo y sus propios ojos, nunca dejaría de ser aquel criminal, que no merecía ninguna compasión ni oportunidad para vivir una vida verdaderamente libre.  Dondequiera que iba, tenía que mostrar el certificado de su prisión, esa prisión que nunca dejó de llevar a cuestas y que siempre le causó el deprecio de todos.

Entonces, un día, la misericordia de Dios trastocaría toda la vida de este hombre.  Sin poder encontrar un refugio para dormir, ya que hasta de los establos de animales era expulsado, no le quedó otro remedio que dormir en el frío rincón de una calle del poblado de Digne, donde los duros adoquines de la acera le servirían de almohada.  De allí lo rescató un clérigo, quien le ofreció comida caliente, ropa, una blanda y tibia cama, pero sobretodo, un amor incomprensible. Durante toda la noche, este hombre luchó con la tentación de robar los cubiertos y la fina vajilla de plata que el clérigo tenía en su casa.  Por su mente se arremolinaban las mismas ideas derrotistas de siempre:  “Nunca dejaré de ser un criminal.  Siempre seré un ladrón para el mundo.  Nadie me dará una oportunidad.  Mejor me vale seguir siendo un ladrón, porque eso es lo que la gente siempre pensará de mí.”  Poco a poco, estos pensamientos lo fueron venciendo.  Y cuando no pudo más, se catapultó de la cama hacia el comedor para robarse los valiosos utensilios de plata y huir de aquel lugar que bien lo había albergado.

Al cabo de unas horas, las autoridades lo habían arrestado y regresado esposado a casa del clérigo para que éste pudiera identificarlo e identificar las pertenencias robadas.  Allí, arrodillado y avergonzado, los policías le preguntaron al clérigo si esas eran sus pertenencias.  El se acercó al ladrón cabizbajo y dijo, “sí estas son mis pertenencias, pero nada malo ha hecho este hombre, salvo que con su prisa al partir, dejó estos dos candelabros de plata sólida que también le había regalado.  ¡Déjenlo libre, porque este hombre es inocente!”  Con la quijada caída y el rostro pasmado por la sorpresiva declaración del clérigo, aquel ladrón no entendía lo que estaba pasando, mientras los policías le quitaban las esposas y aflojaban sus cadenas.  A pesar de ser culpable, había sido declarado inocente por quien recibió el ultraje victimizante de su delito.

Y ahora, libre, sin aquellas cadenas físicas que apresaron su cuerpo, había llegado la hora para que las cadenas espirituales se cayeran, pudiendo liberar su mente.  Entonces, nuevamente en la casa de aquel clérigo que no lo condenó, postrado en la capilla, aquel hombre se preguntaba, “¿qué ha ocurrido?  ¿Por qué mis culpas han sido borradas?  ¿Acaso merezco este amor, este perdón?  ¿Es que el amor de este clérigo, de Dios, puede romper las cadenas y perdonar a un ladrón?  ¿Por que me amas, Dios, cuando el mundo me odia? ¿Cómo es posible que tú me perdones, Señor, cuando lo único que has recibido de mí es traición tras traición?” 

Y para añadir más peso a aquellas interrogantes, la boca del clérigo se acercó al oído del ladrón para decirle: “El amor y el perdón que se te ha dado no deben ser malgastados.  Con ellos no solo nace un hombre nuevo, sino una nueva responsabilidad para hacer algo bueno, algo que edifique y toque las vidas de otros.  Utiliza lo que se te ha dado para servir a los demás, para hacer el bien.”  

Entonces, aquel hombre lo entendió.  El amor de Dios había matado al viejo ladrón para hacer que renaciera un hombre nuevo y diferente.  Revivido por esa convicción que llegó del cielo, el ladrón se levantó y corrió al jardín de la casa del clérigo y cruzando por un cementerio aledaño, se paró en el borde de un inmenso precipicio para gritar que el viejo ladrón había muerto.  Y mientras anunciaba tal noticia al mundo, tomó el arrugado certificado de condena que siempre le acompañó y lo hizo mil pedazos para luego lanzarlo al viento.  Allí nacería un nuevo hombre, concebido por el amor de Dios, ese amor que se derramó en el corazón de un clérigo que se prestó como instrumento.

Para los que han leído la épica novela Los Miserables, de Víctor Hugo, bien conocen el resto de la historia del protagonista, Jean Valjean:  Su vida fue transformada e hizo buen uso del amor y del perdón que le fueron regalados al transformar la vida de muchos y librar de la miseria a seres que, como él, no tenían oportunidades de sobrevivir a menos que el mismo amor y perdón de Dios les alcanzara.  Te preguntarás, ¿y qué tiene que ver esto con nuestra lucha en contra de la lujuria sexual?  Pues te comparto que muchas son las similitudes cuando vemos la vida de aquel ladrón y la comparamos con la nuestra.

Así como Jean Valjean, muchas veces nos sentimos destituidos del amor de Dios, descalificados de su perdón, a pesar de haber pagado nuestra deuda.  El mundo nos condenó para siempre, martillando en nuestra cabeza que nunca seríamos libres.  Y nosotros, le creímos las mentiras al mundo, afirmando que siempre seríamos ladrones.  Y para afianzar la mentira, el certificado de nuestra prisión que siempre llevábamos en nuestro bolsillo y en nuestra alma nos recordaba incesantemente que estaríamos manchados para siempre con la culpa y la condena.

¿Puedes verte en este espejo, desposeído del amor de Dios y de su perdón liberador?  Si así te ves, te tengo noticias:  Las cadenas de la lujuria sexual no podrán resistir el amor y el perdón de Dios. Los eslabones se romperán.  No importa cuán bajo hayas caído o cuántas veces hayas traicionado a Dios, Él siempre está ahí esperándote para sacarte de la prisión y restaurarte.  ¿Qué tienes que hacer?  Creer. Creer que el amor y el perdón de Dios te levantarán. Creer que todavía estás a tiempo, porque si respiras, si tu corazón palpita, la puerta de la misericordia divina no se ha cerrado para ti.

Entonces, como Jean Veljean, levántate y corre al encuentro con ese nuevo hombre.  Y como aquel ladrón, tendrás que pasar por un cementerio.  Tendrás que morir al viejo hombre y gritar a los cuatro vientos que el hombre esclavizado a la lujuria sexual está muerto:  De ser miserable, te convertirás en heredero de las riquezas del cielo.  Y allí, ante la inmensidad de un mundo que te mira, en lo alto del precipicio que en incontables ocasiones te ha juzgado y condenado a caer al vacío, destroza en pedazos el certificado de condena que tantas veces te aprisionó.  Porque la verdad es que tal pedazo de papel, no tiene poder sobre tí.  ¿Sabes por qué?  Porque la deuda de muerte ha sida pagada; porque la prisión ha sido rota y el Hijo de Dios ha saldado la sentencia; porque nuestro Salvador, Jesucristo echó sobre sí la pena de muerte que pesaba en tus espaldas.  ¡Eres libre y nadie te puede quitar esa libertad ganada en la cruz del Calvario!

Y ahora, ¿qué camino te queda por delante?  Pues el de la libertad y el de dar por gracia, el regalo que por pura gracia has recibido.  Ahora te queda caminar este camino reconociendo que no ha valido poco el regalo del amor y el perdón de Dios sobre tu vida.  Te queda reconocer y accionar en fe, la gran responsabilidad de tocar a muchos con ese mismo amor y ese mismo perdón liberador.  ¿Te atreverás? ¡Así lo espero, porque si lo haces, te convertiras en canal transformador para multitudes de prisioneros! Si te atreves, deberás vivir como un hombre nuevo y libre, en lugar de vivir como un ladrón encarcelado. ¡Si te atreves, deberás hacer buen uso de esta oportunidad que Dios te regala con su misericordia para tocar la vida de muchos! ¡Hazlo, porque Dios cuenta contigo; porque sólo puede dar un testimonio de libertad el que ha presenciado y vivido en carne propia cómo los barrotes se rompen con el poder libertador de Dios!       

Un abrazo,

Edwin Bello

Fundador

Pureza Sexual…  ¡Riega  la  Voz!

PD: Escucha el audio testimonio de Edwin Bello de cómo pudo vencer a la lujuria sexual.  Presiona pureza sexual para acceder.

Te invitamos a apoyar nuestro Ministerio mediante la compra de nuestro libro.

Quitando la Máscara de la Lujuria Sexual…”

¡A la venta ya en Amazon.com!  Haz click aquí o en el título del libro.


Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.