Pureza Sexual … LLEVAME A LA CRUZ

Saludos nuevamente a todos ustedes que defienden día a día su pureza sexual

Durante las pasadas semanas, he sido profundamente ministrado por la letra viva y a la vez sencilla, cotidiana pero también apasionada, del hermano Jacobo Ramos, en su libro “Si Acaso Se Me Olvida.”

Desde la primera página, sus hermosos recuentos hablaron a mi vida y me recordaron esas conversaciones con mis hijos que te marcan para siempre. La profunda realidad que Jacobo plasma en sus páginas me toca de cerca: Muchas veces olvidamos… Olvidamos nuestros compromisos más importantes. Olvidamos de dónde Dios nos sacó y dónde El selló el pacto de amor que hizo con nosotros. Por eso, hoy hago la misma petición que Jacobo hace en su libro y también en su canción de igual título: “Si acaso se me olvida… llévame a la Cruz.”

Allí, el Hijo de Dios no se muestra a nosotros como el poderoso Mesías con sus manos repletas de milagros asombrosos; o como el Hijo de Dios que enfrentó a los escribas y fariseos. Tampoco sería el Cristo que habló y cautivó a las multitudes con su Evangelio de amor. Allí, Cristo ofrecería su milagro más contundente a la humanidad en la soledad de una Cruz. ¿Pero por qué en una Cruz? Porque El fue, el único con el Poder para entregarse como sacrificio perfecto y tomar nuestro lugar; porque aquella Cruz era nuestra.

Ahora, cuando mi memoria me falle, iré al Calvario… Clavado a un madero, lo puedo ver como el Cordero sacrificado, El que no abrió su boca para defenderse, pero que se llevó entre sus brazos extendidos todos los pecados del mundo. Si así lo puedo ver, mi experiencia en la Cruz se convertirá en algo íntimo con el Señor. ¿Sabes por qué? Porque Cristo no se limitó a morir en la Cruz “por todos los hombres” como si su acto de amor hubiese sido un sacrificio generalizado o impersonal por toda la humanidad. Cristo me mantuvo presente en su pasión de principio a fin y murió por mí.

El padeció cada golpe, cada latigazo, cada herida, cada humillación pensando en mí; pensando en que su muerte me daría la oportunidad de una vida nueva; allí, en la Cruz, Cristo me vio y me pensó hasta el último segundo de su vida, hasta su respiro final. ¿Puedes verlo ahora? La Cruz es un sacrificio del Hijo de Dios para tu vida. Recuerda siempre que la Cruz –y todo lo que conllevó cargarla y estar clavado en ella hasta la muerte– fue un regalo de amor personal, un regalo íntimo, diseñado, pensado y anhelado para ti de parte de Cristo.

Ahora te pregunto una interrogante clave, si luchas contra la lujuria sexual: ¿Estas listo para ver a la Cruz como un arma poderosa a la hora de batallar contra este enemigo? Prepárate, porque la Cruz se va a convertir en testimonio vivo de cómo Jesucristo te liberó de todos tus pecados sexuales, clavándolos en la Cruz. En ese sentido, Jesús, convertido en maldición por ti y por mí, permitió que cayeran sobre El todos los pecados sexuales que hemos cometido en nuestra vida. Cada herida del Cordero de Dios es una prueba real del impacto de nuestros pecados sexuales sobre el cuerpo desfigurado del Mesías.

Con nuestros nuevos ojos, ahora vemos de manera diferente el recuento de la pasión de Cristo en el Capítulo 19 de Juan, donde se revela lo que Jesús soportó por nosotros. Al reflexionar sobre sus heridas y el dolor relacionado a cada una de ellas, busquemos un propósito en las mismas:

Juan 19: 1-3; 5-6; 17-18; 34:

1 Pilato, pues, tomó entonces a Jesús y le azotó. 2 Y los soldados tejieron una corona de espinas, la pusieron sobre su cabeza… 3 y acercándose a El, le decían: ¡Salve, Rey de los judíos! Y le daban bofetadas. 5 Jesús entonces salió fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: ¡He aquí el Hombre! 6 Entonces, cuando le vieron los principales sacerdotes y los alguaciles, gritaron, diciendo: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Pilato les dijo: Tomadle vosotros, y crucificadle, porque yo no encuentro ningún delito en El. 17 Tomaron, pues, a Jesús, y El salió cargando su cruz al sitio llamado el Lugar de la Calavera, que en hebreo se dice Gólgota, 18 donde le crucificaron, y con El a otros dos, uno a cada lado y Jesús en medio. 34 Uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza, y al momento salió sangre y agua.

El cargó y crucificó consigo mismo los pecados del mundo, incluyendo nuestros pecados sexuales, de forma que pudiésemos ser puros y libres. Cuando se me olvide si Jesús me libertó de los pecados que he escondido detrás de mí, de todas las veces que le he dado la espalda a buenas personas u oportunidades, o las veces en que traicioné a mi esposa o seres queridos con tal de alimentar mi atadura sexual, déjame mirar detenidamente la espalda de Jesús, hecha pedazos por los latigazos, ensangrentada, destrozada y abierta en zanjas por mí. No era su espalda, sino la mía, la tuya, las que merecían tal odio y violencia.

Cuando se me olvide la libertad que Jesús me dió para arrancar de mi mente todo pensamiento impuro sobre las imágenes de mis pecados sexuales pasados, sobre las películas y fotos pornográficas que contaminaron mi memoria, sobre las fantasías sexuales que intoxicaron mi mente, sobre los sueños eróticos que robaron las paz de mis noches, deberé darle una buena mirada a la frente y a las sienes de mi Salvador, penetradas por las crueles espinas de mis pecados, –entre ellos mi lujuria– para que yo fuese declarado justo y libre. No era su frente, no eran sus sienes las que se merecían tanta crueldad; tú y yo teníamos la sentencia de este castigo y El tomó nuestro lugar.

Si acaso se me olvida si verdaderamente Cristo me liberó de todos los pecados sexuales en los que usé mis ojos, mis oídos, mi boca, echaré un largo vistazo a la cara desfigurada y ensangrentada de mi Señor, golpeada por la fuerza ciega del mundo que no lo reconoció, escupida y marcada con los puños de aquellos soldados que, por su ceguera, se burlaron del Hijo de Dios. En esos momentos de amnesia espiritual, voy a imaginarme con detalle cada golpe, cada uno de esos puños que llevaban mi nombre, aterrizando con violencia en el rostro de mi Señor.

Si acaso se me olvida que Jesús me libertó de todos los pecados pasados que realicé con mis manos, todas las masturbaciones, todas las invasiones impropias en las vidas y cuerpos de otras personas; todas las veces que utilicé mis manos para pasar la página de una revista pornográfica o poner un video de sexo; todas las ocasiones en que saqué dinero de mi billetera para sexo ilícito, o utilicé el teclado de mi computadora para entrar al Internet y accesar una página de cyber-sexo, o cuando marqué un número para obtener sexo telefónico, entonces es hora de recordar con detalle las dos manos de mi Salvador. Esas manos divinas, clavadas y aplastadas en la Cruz, rasgadas por los clavos punzantes de mis pecados; machacadas por la violencia del martillo; esas manos abiertas en dos para que yo pudiese tener unas manos nuevas, libres de la esclavitud lujuriosa del pecado sexual.

Mis manos, tus manos, se merecían este castigo, pero Su amor nos exoneró, nos dio la oportunidad de mirar nuestras manos sin vergüenza.  Lo que mis manos merecían sufrir por mis pecados, eso fue lo que las benditas manos de Jesús soportaron para darme libertad.  Ahora puedo ver cómo aquellas manos divinas que curaron, resucitaron, bendijeron e hicieron tantos milagros, fueron desgarradas y cubiertas de llagas en la Cruz para limpiarme, para salvarme.

Si acaso se me olvida lo que Jesús hizo por mí al romper las cadenas de aquellos pecados sexuales donde utilicé mis pies, todas las ocasiones en que saqué a patadas a las personas que usé sexualmente en mi vida, todas las ocasiones en que entré a un lugar de sexo por paga, a una tienda de videos y materiales pornográficos, o las veces que entré a una casa o un hotel para tener un encuentro sexual pecaminoso, cuando mi memoria me falle, miraré de cerca los pies del Cordero de Dios crucificado.  Ambos pies torcidos a la fuerza, deformados y traspasados con el clavo desgarrador de mis pecados; como las incontables veces en que, por endiosar a la lujuria, le di una patada al Señor para alejarlo de mi vida.  Aquellos pies gloriosos que caminaron sobre el agua, deformados y cubiertos de llagas, rasgados por aquel clavo indolente, solo para brindarme un amor inmerecido.

Si acaso se me olvida lo que Jesús hizo con todos mis pecados sexuales adicionales, aquellos que envuelven mi carne, las pasiones de mi corazón, habré de recordar por largo tiempo la herida en el costado de mi Salvador.  Aquella profunda herida, hecha con la lanza de mis apetitos descontrolados y afilada con mis obsesiones y traiciones; una herida suficientemente grande como para acomodar adentro de ella toda la maldad del mundo. Sí, recordaré aquella herida y me imaginaré como entró la lanza por el costado del Hijo de Dios, rompiendo su carne hasta llegar a su corazón.  Déjame recordar en detalle su costado abierto, aquel costado lleno de amor, donde tantos encontraron paz y reposo.  Ahora, aquel costado se ha transformado en una fuente de sacrificio, de donde mana agua y sangre para limpiar la impureza de tu vida y la mía.

Ahí lo tienes… ¿Ahora lo recuerdas?  Ahí tienes a nuestro Dios, roto, desfigurado, humillado, y hecho una maldición en la Cruz, de tal manera que pudiésemos ser libertados y limpiados de la atadura del pecado.  Como has podido ver, Cristo llevó en todo su cuerpo la impureza de tu pecado sexual; ya no tienes que cargar toda esa maldad sobre tus espaldas.

El Santo de Israel escogió ser un maldito colgado de una Cruz con tal de que tú y yo fuéramos declarados bendecidos.  No carguemos una Cruz que ya no nos corresponde.  Cristo llevó en cada herida, en cada golpe, en cada insulto, el dolor, la violencia, la maldad y la impureza de nuestra lujuria sexual y los pecados que con ella cometimos.

Por lo que Cristo hizo por nosotros, la Cruz debe cobrar otro sentido en nuestra restauración hoy.  Debemos actuar con nuestra fe continuamente y declarar que Jesús no murió en la Cruz en vano; Su sacrificio fue perfecto y completo; su liberación para nosotros no puede ser de otra manera.  Recordemos la Cruz y demos gracias a Cristo diciéndole: “Gracias por la libertad que me has dado; por cargar todos mis pecados sexuales hasta el Gólgota; puede ser que no me sienta libre, que todavía no haya experimentado los frutos de libertad que me han anticipado aquí; pero aún así, te doy las gracias, porque soy libre y te lo debo a Ti.”  Si, ahora recuerdo aquella Cruz.  Ahora, no quiero olvidarla.  Y no la olvidaré  mientras regrese cada día al Calvario, a ver el acto de Amor más sublime, ese que nos salvó; que nos abrió camino a la eternidad.

Un abrazo,

Edwin Bello

Fundador

Pureza Sexual…  ¡Riega  la  Voz!


PD: Escucha el audio testimonio de Edwin Bello de cómo pudo vencer a la lujuria sexual.  Presiona pureza sexual para acceder.

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