Juan 12:20 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Vemos el honor que ciertos griegos tributan a Cristo con el gran deseo que muestran de verle.

I. Se nos dice quiénes eran estas personas que así honraban al Señor: «Ciertos griegos entre los que subían a adorar en la fiesta» (v. Jua 12:20). Hay quienes opinan que se trata de judíos que hablaban griego (como en Hch 6:1), pero un análisis cuidadoso del texto original nos convence de que no es así, sino que eran verdaderamente de nacionalidad griega (v. Jua 7:35; Rom 1:14, Rom 1:16; Rom 2:10; 1Co 1:22; 1Co 12:13; Gál 3:28; Col 3:11, entre otros lugares); es decir, «prosélitos de la puerta», como se les llamaba, tales como el eunuco de Hch 8:27. y el centurión Cornelio de Hch 10:1-48 quienes habían abandonado el culto a los ídolos, práctica común entre los gentiles (comp. con 1Ts 1:9), y adoraban ahora al verdadero Dios. Estos griegos no estaban circuncidados, a no ser que fueran también «prosélitos del pacto». En este último caso, se les bautizaba y podían participar de la pascua, aunque, si acudían al templo para ofrecer sacrificios, no podían pasar del atrio de los gentiles. Pero, incluso si eran solamente «prosélitos de la puerta», como parece indicar el versículo Jua 12:20, el hecho de que acudiesen a la fiesta para adorar en Jerusalén, aunque no pudiesen comer la pascua, dice mucho en favor de la genuina piedad de estos griegos. Esto nos enseña a ser agradecidos por los beneficios y privilegios de que podemos disfrutar, aunque haya otros privilegios que no están a nuestra disposición.

II. Se nos dice también qué clase de honor querían tributar estos griegos a Jesús: «Señor le dicen a Felipe, como título de simple cortesía , queremos ver a Jesús» (v. Jua 12:21). En cierta iglesia evangélica de Galicia (nota del traductor), en el lado del púlpito que da hacia el predicador, se leen esas mismas palabras: «Señor, queremos ver a Jesús». Cualquier fiel ministro de Dios que piense en predicar allí otra cosa que no sea «Cristo crucificado» (1Co 1:23; 1Co 2:2-9, por fuerza ha de sentir tremendamente sacudida su conciencia. Estos griegos no deseaban ver a Cristo simplemente por la curiosidad de saber cuál sería su presencia física, ni por el deseo de persuadirle, ante la oposición de los fariseos, que los dejase y se marchase a predicar entre los gentiles (¡hay opiniones para todos los disparates!), sino, como se ve por el contexto posterior, por sincero deseo de conocer algo de la salvación y del reino de Dios que Jesús proclamaba, y decidirse, una vez bien enterados, a seguirle. Al estar, pues, deseosos de ver a Jesús con sana intención fueron también diligentes y avisados en los medios que escogieron para su propósito. No se quedaron en vanos deseos sino que hicieron cuanto pudieron para conseguirlo. Y así «se acercaron a Felipe» (v. Jua 12:21). Hay quienes piensan que le conocían de antemano. Lo cierto es que no sabemos el motivo por el que se acercaron precisamente a Felipe. Aunque Felipe y Andrés (los únicos Apóstoles con nombre griego) son precisamente los dos involucrados en este episodio, esta coincidencia no es decisiva para concluir que fue esa la razón, o que estos dos hablaban griego mejor que los demás. En todo caso, esto nos estimula a desear la compañía y la amistad de quienes tienen íntima comunión con el Señor. Quienes anhelen ver, por fe, a Jesús que está ahora en el cielo han de prestar atención al mensaje de sus fieles ministros que le predican aquí en la tierra, pues Él los ha puesto en la Iglesia (v. Efe 4:11) con este objetivo, a fin de que «velen por nuestras almas, como quienes han de dar cuenta» (Heb 13:17); han de dar cuenta al amo (comp. con Luc 16:2; 1Co 4:2-4), no a los consiervos.

III. El llegarse estos griegos a Cristo por medio de Felipe y de Andrés nos da a entender la instrumentalidad de los Doce en orden a conocer a Jesús y ser usados por Él en el ministerio de la conversión de los gentiles al Evangelio: «Felipe fue y se lo dijo a Andrés; entonces Andrés y Felipe se lo dijeron a Jesús» (v. Jua 12:22). Notemos de paso que precisamente estos dos y Juan, quien calla su propio nombre, fueron los tres discípulos a quienes Cristo llamó primeramente (Jua 1:37, Jua 1:40, Jua 1:43). Por mediación de Andrés y Felipe, llegaron estos griegos a ver a Jesús, como era su deseo. En todo servicio religioso o culto, ya sea local o intereclesial, al que hayamos de asistir, nuestro objetivo principal ha de ser «ver a Jesús». Todo lo demás, aun lo más legítimo y provechoso para nuestra comunión con los hermanos, ha de estar subordinado a esto. Si esto nos falta, hemos perdido lo principal. Hendriksen hace notar que esta petición de los griegos presentaba a Felipe un doble problema:

1. A la vista de lo que Jesús había expresado en otras ocasiones (v., p. ej., Mat 10:5; Mat 15:24), ¿podría Él ahora recibir a estos griegos en su presencia? Pero, por otra parte, ¿no había mencionado Él las «otras ovejas que no eran del redil de Israel, pero que Él las debía traer también»? (Jua 10:16). ¿Qué actitud adoptaría Jesús con estos griegos? ¿Les acogería amablemente o se negaría a concederles audiencia?

2. Si Jesús se atrevía a consentir en la petición de estos griegos y conversaba amablemente con ellos, ¿no exasperaría con ello a los fariseos, e incluso a todos los judíos, especialmente si la conversación se llevaba a cabo en el atrio del templo? (comp. con Hch 21:28). «El problema comenta Hendriksen era demasiado grande para Felipe, por lo que éste fue a consultar con su amigo, colega y paisano Andrés (pues eran ambos de Betsaida de Galilea ). Andrés y Felipe, perplejos entre ofender o animar a estos griegos, ponen el asunto en manos de Jesús.» Los ministros de Dios deben ayudarse mutuamente a llevar las almas a Cristo.

IV. Jesús acepta el honor que estos griegos le tributan al desear verle y expresa, no sólo ante ellos, sino también ante la multitud que le rodeaba (v. Jua 12:29), el honor que a sí mismo le iba a corresponder con ser seguido (vv. Jua 12:23-24) y el honor que habrían de obtener los que le siguieran (vv. Jua 12:25-26).

1. Ve Cristo la copiosa cosecha futura en la conversión de los gentiles, de quienes estos griegos eran como los primeros frutos: «Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado» (v. Jua 12:23). La glorificación del Redentor había de ser consumada cuando fuesen reunidos en el granero de Dios todos los que habían de ser redimidos. Esto tenía que llevarse a cabo mediante la predicación del Evangelio en todo el mundo. La apertura del mensaje al «mundo entero» (v. Mar 15:15; Hch 1:8) comenzaba al romper la barrera que separaba al judío del gentil. Por eso, al llegarse estos griegos, gentiles, a Cristo, Él viene a decir: «¿Comienzan los gentiles a interesarse por mí? Entonces llega la hora de que el Hijo del Hombre sea glorificado». Esto no era ninguna sorpresa para Él pero resultaba paradójico a los ojos de quienes le rodeaban. Había una «hora», fijada en los designios de Dios para la glorificación del Redentor, y Él habla de esta «hora» con júbilo triunfal: «¡Ha llegado la hora!» Pero, a renglón seguido, da a conocer el extraño medio por el que tan triunfal designio había de llevarse a cabo: ¡La muerte del Redentor! Esto se aprecia en el símil que expone a continuación: «De cierto, de cierto os digo (nótese, una vez más, la solemnidad de la declaración) que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo (ocioso, sin fruto, escondido; comp. con 2Pe 1:8); pero si muere, lleva mucho fruto» (v. Jua 12:24). Después que Cristo llegó a lo más profundo de su humillación, «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2:8), es cuando «fue exaltado hasta lo sumo» (Flp 2:9) y constituido espíritu vivificante (1Co 15:45), para «llevar muchos hijos a la gloria» (Heb 2:10). No habría sido Cabeza y raíz de la Iglesia (v. Efe 1:22; Col 2:7), si no hubiese descendido del cielo a esta tierra de maldición (v. Gén 3:17), de la tierra al madero de maldición (v. Gál 3:13), del madero al sepulcro, y del sepulcro como fruto del vientre de la tierra («los dolores de parto», literalmente, de Hch 2:24), al cielo acompañado ahora del botín de la cosecha (Efe 4:8). Cristo fue, sí como el grano de trigo que cae a la tierra y muere, pero la muerte de este «grano» produjo la cosecha de millones de cristianos siempre vivos (Jua 11:25-26). Estaba escrito en Isa 53:10.

2. Cristo promete una copiosa recompensa a los que de corazón le reciban, y demuestren que son fieles discípulos suyos:

(A) En su disposición a sufrir por Él: «El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para vida eterna» (v. Jua 12:25). Por supuesto, sólo Cristo puede hacer, con su muerte, que otros vivan; pero el discípulo fiel de Cristo ha de arriesgar incluso la vida para ser testigo, «mártir», de Cristo.

(a) Véanse las fatales consecuencias de un amor desordenado a la vida temporal, pues por este falso amor a sí mismo, se abraza con la muerte y pierde la vida en su errado intento de retenerla. Quien se aferra a su vida animal, acortará sus días, perderá esa misma vida que tanto idolatra y, lo que es peor, dejará de alcanzar la vida feliz que dura por toda la eternidad. No se puede pagar un precio más alto por una cosa de valor más bajo; con lo que se echa de ver la necedad de los que van tras la ilusión de lo mundano, y pierden la realidad de lo celestial (v. Luc 12:16-21).

(b) Véase también la recompensa que comporta un santo menosprecio de la vida temporal, considerándola, como en realidad es, de mucho menor valor (éste es el sentido de «aborrecer») que la vida espiritual, la cual es vida auténticamente feliz y duradera: «vida eterna» (Jua 3:15-16, etc.). La «vida en este mundo» incluye todo lo que el mundo puede ofrecer: placeres, honores, riquezas, etc. Debemos, pues, menospreciar todo eso como cosas vanas e insuficientes para hacernos dichosos, y estar dispuestos a desprendernos de todo ello siempre que nos impida servir a Cristo de todo corazón. Así es como se muestra la eficacia de la piedad (2Ti 3:5) en el vencimiento de las más fuertes inclinaciones naturales, y el misterio de la piedad (1Ti 3:16) en la manifestación de la más elevada sabiduría en el seguimiento de Cristo, mediante el menosprecio de la vida hasta la muerte (Apo 12:11). Quienes, por amor a Cristo, menosprecian su vida en este mundo, serán recompensados copiosamente en la resurrección de los justos (comp. con Luc 14:14).

(B) En su disposición a servir a Cristo: «Si alguno me sirve, sígame, y donde yo esté allí estará mi servidor. Al que me sirva, mi Padre le honrará» (v. Jua 12:26). Los cristianos han de ser, fundamentalmente, seguidores de Cristo; así participarán de la gloria y el honor que Cristo ha recibido mediante su muerte. Los griegos de esta porción deseaban ver a Jesús (v. Jua 12:21), pero Cristo les dice que no basta con verle, sino que es menester servirle. Al tomar un criado o sirviente, es costumbre fijar con él las condiciones: tanto el trabajo como el salario. Esto es lo que Cristo hace aquí al expresarse de este modo.

(a) El trabajo que ha de llevarse a cabo en el servicio de Cristo es poner atención a los movimientos de nuestro Amo, para seguirle de cerca: «Si alguno me sirve sígame» (comp. con 1Pe 2:21). Los cristianos han de hacer lo que Cristo dice (comp. con Jua 2:5) y «andar como Él anduvo» (1Jn 2:6); más aún, «andar en Él» (Col 2:6), puesto que están «injertados en Él»: «plantados juntamente con Él» (Rom 6:5). Así que debemos ir a donde Él fue y por el camino que Él siguió. Sólo así estaremos donde Él está: a la diestra del Padre (Heb 10:12), sentados con Él en su trono (Apo 3:21).

(b) Ésta es, en efecto, la recompensa que Cristo promete, no como «salario», sino como «propina», a quienes le sirvan, pues el servir a un amo como Él es ya suficiente remuneración. Esta recompensa es doble:

Primeramente, serán felices con Él: «Donde yo estoy (lit.), allí también estará mi servidor». Se refiere, sin duda, al Paraíso, donde, en cuanto Dios, nunca dejaba de estar (Jua 3:13, según leen muchos MSS). Aquí habla en cuanto hombre, y se expresa como si ya disfrutase de la felicidad celestial (comp. con Jua 17:11). ¡Tan seguro estaba de ella, y tan cercana la veía! El mismo gozo y la misma gloria que Él tenía por suficiente recompensa a cambio de todos sus trabajos y sufrimientos (v. Isa 53:11; Heb 12:2), son propuestos aquí a los siervos de Cristo como recompensa por los trabajos y sufrimientos de ellos en el servicio del Señor. Quienes le acompañan por el mismo camino que Él pisó, le acompañarán en el lugar al que Él subió.

En segundo, pero no en último lugar, «serán honrados por el Padre» como Él ha sido honrado por el Padre al ser exaltado hasta lo sumo sobre todo lo creado (v. Flp 2:9-11). Así serán sobreabundantemente compensados de todos los sufrimientos y pérdidas de cosas terrenales, pues recibirán honores muy superiores a los que tan insignificantes gusanos de esta tierra podrían aspirar y esperar. El honor se mide por el que lo confiere, así como la injuria se mide por el que la sufre. Nosotros, pues, hemos inferido a Dios, con nuestros pecados, injurias, en cierto modo, infinitas; pero al ser salvos por pura gracia, recibimos de Dios honores, en cierto modo también, infinitos. El honor que el Padre otorga es el más alto y duradero que existe: un honor digno de tal Señor. Quienes sirvan al Hijo, serán honrados por el Padre. Quienes, en el servicio de Cristo, se humillen a sí mismos y sean, de ordinario, vilipendiados por el mundo, serán, por contrapartida feliz, exaltados sobre todo lo del mundo; aunque no lo sean en este tiempo, lo serán a su debido tiempo.

V. Finalmente, qué se hizo de estos griegos que deseaban ver a Jesús y lo consiguieron, y escucharon además esta preciosa enseñanza de sus labios, no sabemos, pero podemos barruntar, con piadosa imaginación que quiénes con tanto interés buscaron el camino (Jua 14:6) del cielo, puestos los ojos en el Salvador (comp. con Heb 12:2), lo hallaron y anduvieron en él.

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