Romanos 8:1 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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1. El apóstol comienza este capítulo declarando un gran privilegio de todo verdadero creyente: «Por consiguiente, ninguna condenación pesa ahora sobre los (que están) en Cristo Jesús» (NVI). La conjunción griega ára indica una consecuencia ¿de qué? Recordando que la división en capítulos y versículos no existía al principio, este «Por consiguiente» ha de enlazarse con la primera parte del versículo Rom 8:25 del capítulo anterior, ya que la segunda parte de dicho versículo es un resumen parentético. En un grito de angustia, Pablo había exclamado (Rom 7:24): «¡Desdichado de mí! ¿Quién me rescatará del cuerpo de esta muerte?» (lit.), es decir, del poder del pecado que le tenía prisionero y esclavizado (comp. con Rom 6:6, Rom 6:16.; Rom 7:14). Y responde: «Por medio de Jesucristo nuestro Señor» (Rom 7:25) es como me veré libre. «Por consiguiente, exclama ahora, ninguna condenación pesa ahora sobre los que están en Cristo Jesús». Son de notar aquí los siguientes detalles:

(A) El griego katákrima no significa aquí la sentencia condenatoria, sino «el castigo impuesto por dicha sentencia». Y de ese «castigo» dice Pablo que no queda nada (ni poco ni mucho) por expiar, desde el momento en que el creyente quedó unido a Cristo en la justificación. Al estar vestido con la justicia de Cristo lo pagó todo por él en el Calvario (2Co 5:21). Se excluye, pues, así toda clase de expiación supererogatoria por medio del Purgatorio, las indulgencias, la satisfacción impuesta por el confesor en el «sacramento» de la Penitencia, la necesidad de imponerse sacrificios personales (expiatorios), así como el efecto expiatorio de la Misa.

(B) Como se ve claramente, este versículo trata de la abolición del poder que el pecado tenía sobre el creyente antes de estar justificado, y esta abolición (comp. con Rom 6:6) tiene lugar en todos los justificados por el hecho de la unión con Cristo, no por el hecho de andar de un modo u otro. De no ser así, el grado de la condenación dependería de las obras del creyente. Esto significa, ni más ni menos, que la segunda parte del versículo Rom 8:1, como aparece en las antiguas ediciones de la Reina-Valera y otras, es espuria y teológicamente falsa. Los MSS que la atestiguan no merecen crédito; es, sin duda, fruto de un copista que la tomó del versículo Rom 8:4, donde está su verdadero sitio. Por eso, aparece entre corchetes en la RV 1977, y no aparece de ningún modo en la NVI y otras modernas.

2. A continuación, Pablo va a explicar en detalle la razón de esta libertad (no sólo de la culpa, sino del poder condenatorio del pecado), que ya apuntó implícitamente en Rom 7:25. La unión con Cristo abroga los derechos del pecado y, en este sentido, lo reduce a la impotencia de dueño destronado (Rom 6:6), pero no lo elimina de nuestro interior; todavía tenemos que estar vigilantes para que no se enseñoree ilegalmente de nosotros (Rom 6:12.), pues la carne sigue siendo débil, y lo será hasta conseguir la redención de nuestro cuerpo (v. Rom 8:23). ¿Cómo venceremos, pues, el poder del pecado con ese obstáculo de la carne? A eso responde el apóstol en los versículos Rom 8:2-4:

(A) El pecado y, por él, la muerte, imponían su ley, su norma de conducta, al pecador no justificado, ya que la Ley no podía vencer al pecado a causa de la debilidad de la carne (v. Rom 8:3), pero, al estar unidos con Cristo resucitado, espíritu vivificante (1Co 15:45), hay otra ley del espíritu de vida, capaz de contrarrestar los efectos de la ley del pecado y de la muerte (v. Rom 8:2).

(B) ¿Dónde está el origen de este poder nuevo, con el que se venza al poder del pecado? Dios que proveyó la justicia de Cristo para justificarnos (Rom 4:25), proveyó también el Espíritu de Cristo para santificarnos. La palabra «espíritu» en toda esta porción puede indicar: (a) el Espíritu Santo; (b) el poder activo del Espíritu de Dios en el creyente; (c) el espíritu mismo del creyente bajo la acción y la dirección del Espíritu de Dios. Sólo por el contexto se puede ver cuál de los tres sentidos es el que se indica en el texto. Solamente cuando sea suficientemente claro que se trata del Espíritu Santo, lo escribiremos con mayúscula. Veamos en detalle las profundas enseñanzas que nos brinda el versículo Rom 8:3:

(a) Lo que la Ley no podía hacer, en cuanto al pecado, a causa de la debilidad de nuestro cuerpo, lo hizo Dios, por puro amor (Jua 3:16; Gál 4:4), enviando a su propio Hijo (comp. con v. Rom 8:32) en semejanza de carne de pecado (v. Rom 8:3), es decir, «en condición semejante a la de un hombre pecador» (NVI). No quiere decir, por tanto, que su carne, su naturaleza humana, no fuese como la nuestra (comp. Heb 2:14), sino que, por ser pecadora toda la raza humana, su condición humana parecía ser también manchada por el pecado. Ya fue gran humillación para Él tomar una naturaleza humana (Flp 2:7), pero mayor todavía aparecer como si fuera pecador (comp. Mat 3:13-15).

(b) En esa carne humana que tomó el Verbo (Jua 1:14), condenó Dios al pecado (v. Rom 8:3); es decir, en su humanidad santa, Jesús sufrió la condenación que Dios hace del pecado (2Co 5:21), puesto que llevaba sobre sí el pecado de toda la humanidad. No sólo trató la culpa del pecado, sino también el poder del pecado, pues lo quebrantó legalmente, a fin de que la santificación del creyente fuese posible. Dice Trenchard: «Con razón, la santificación se ha llamado «la lógica de la Cruz», pues aquel que es justificado por su unión vital con el que murió y resucitó, debe andar en novedad de vida como resultado lógico del gran hecho realizado en el cual tiene su parte» (v. Rom 6:6.).

(c) Ahora es cuando cobra plena luz el versículo Rom 8:4: «A fin de que las justas demandas de la ley tuvieran su pleno cumplimiento en nosotros, los que no vivimos según la orientación de nuestra naturaleza pecadora, sino según la orientación del Espíritu» (NVI). Comenta Vicentini: «¿Qué quería la ley? Que estuviésemos sin pecado y cumpliéramos la voluntad divina. Esto es precisamente lo que ha concedido Cristo a los que, estando en Él, no regulamos ya nuestra conducta según las indicaciones de la carne, sino según la moción del espíritu».

(C) El apóstol pasa después a considerar las consecuencias prácticas de esta obra del Espíritu de Cristo en los santificados, hasta el punto de servir de pauta para discernir nuestra condición espiritual. Ya el Maestro había dicho que «el árbol se conoce por sus frutos» (v. Rom 8:5): «Porque los que viven conforme a su naturaleza pecadora, tienen su mente ocupada en las cosas que su naturaleza desea; mientras que los que viven conforme al espíritu, tienen su mente ocupada en las cosas que desea el espíritu (o Espíritu)». Examinemos, pues, nuestro interior, a fin de ver cuáles son las cosas que atraen nuestra atención y suscitan nuestro interés. ¿Buscamos el favor y la comunión con Dios, nuestro bienestar espiritual, los intereses eternos, etc.? ¿O se van nuestros pensamientos y afectos tras las cosas mundanas, temporales y pecaminosas? Y, para mejor advertirnos de las consecuencias, Pablo nos dice en qué termina una u otra manera de vivir: Una manera de pensar, de sentir y de actuar que siga las orientaciones de la carne ha de llevar a la corrupción, no sólo espiritual, sino también física, es decir, a la muerte (v. Rom 8:6); en cambio, una manera de pensar, sentir y actuar conforme a las mociones del Espíritu, lleva a una vida y paz verdaderas, que comienzan ya aquí abajo y perduran en la eternidad.

(D) No puede ser de otro modo, ya que: (a) el hombre dominado por una mentalidad carnal es enemigo de Dios (v. Rom 8:7), no se somete a la voluntad de Dios, ni puede hacerlo, pues es precisamente la debilidad de la carne la que impide el cumplimiento de la ley de Dios (v. Rom 8:3). No es posible, por tanto, que los carnales, mientras no se corrijan, agraden a Dios (v. Rom 8:8); (b) el hombre que obedece a las mociones del espíritu (o Espíritu), demuestra ser de Cristo (v. Rom 8:9). Pablo abriga la esperanza de que los cristianos de Roma sean diligentes en seguir los impulsos del Espíritu de Dios y progresar así en su santificación, pues es señal de que el Espíritu Santo habita en ellos y ejerce allí su poder santificador. De no ser así, hay motivos para sospechar que la persona no ha recibido a Cristo (v. Rom 8:9, comp. con Jua 14:23-26). En efecto, la línea divisoria entre el inconverso y el creyente carnal es muy fina. No es fácil adivinar si un miembro profesante de nuestras congregaciones es realmente convertido o no cuando lleva una vida que se guía por las inclinaciones de la carne. Una cosa es debilidad, y otra cosa es apostasía, es cierto; pero, ¿es la conciencia de esa debilidad, o la lucha entre el saber y el no hacer, un testimonio indudable de que la persona es convertida, aunque carnal? Lo que se suele llamar «segunda conversión» en una persona que pareció ser sinceramente convertida (y aun bautizada), se fue después al mundo y, después de pocos o muchos años, volvió al redil, ¿no será más bien, en la mayoría de los casos, que la primera conversión no fue genuina, sino efecto de una crisis emocional, y que la llamada «segunda conversión» es, en realidad, la «primera»? ¡Examinémonos bien, no sea que el enemigo de las almas nos engañe con falsas presunciones!

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