Salmos 42:1 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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El santo amor a Dios es la vida y el alma de toda verdadera religiosidad. Aquí tenemos algunas expresiones de dicho amor.

I. Un santo amor sediento, amor con alas, elevándose rápidamente al Cielo en santos deseos hacia el Señor y hacia el recuerdo de su nombre (vv. Sal 42:1, Sal 42:2): «Mi alma jadea, tiene sed de Dios, de nada menos que de Dios, pero más y más de Él».

1. Así expresa el autor del salmo su vehemente deseo de Dios, como lo hacía David cuando se veía privado de las oportunidades de acudir a la presencia de Dios en el santuario, allá junto al Jordán. Nótese que, a menudo, Dios nos enseña el valor de sus mercedes mediante la falta de ellas, y estimula el apetito de los medios de gracia al acortar las posibilidades de disfrutar de ellos.

2. ¿Por qué va jadeante y de qué tiene sed? Busca jadeante a Dios, tiene sed de Dios, no del culto de Dios, sino del Dios del culto. Las almas que de veras viven no pueden hallar descanso en ninguna otra cosa, sino sólo en Dios (v. Sal 42:2): ¿Cuándo vendré y me presentaré delante de Dios? Quiere presentarse delante de Dios, como el siervo delante del amo. Ir a la presencia de Dios es el deseo del justo, tanto como el temor del malvado.

3. El grado de este deseo es mucho más alto que el que tenía David del agua del pozo de Belén. Lo compara al jadear de un ciervo; o, más bien, de una cierva, pues el verbo está en forma femenina y, como comenta Arconada, «se ha dicho que la cierva, cuando cría, tiene más sed que el ciervo». La sed de la cierva se aumenta cuando corre presurosa al huir de los cazadores, como parece indicarse en este caso.

II. Un santo amor en lamento por la aparente retirada de Dios (v. Sal 42:3): «Fueron mis lágrimas mi pan de día y de noche durante esta forzada ausencia del santuario de Dios». Incluso el regio profeta era un plañidero profeta cuando echaba de menos el consuelo de la casa de Dios. No tenía otro apetito que las lágrimas, ya que se le había ido el apetito de todo alimento. Los enemigos le gastaban bromas todos los días, pues le preguntaban (v. Sal 42:3): ¿Dónde está tu Dios? Como estaba ausente del santuario, daban por sentado que había perdido a su Dios. Se equivocan los que piensan que, al robarnos nuestras Biblias, privarnos de nuestros ministros e impedirnos reunirnos en asamblea con otros hermanos, nos han privado de nuestro Dios. Sabemos dónde está Dios y dónde podemos hallarlo, aun en el caso de que no sepamos dónde se halla su Arca ni dónde poder hallarla. Dondequiera estemos, hay un camino que lleva derechamente al Cielo. Al no presentarse inmediatamente Dios a librar al autor del salmo, sus enemigos concluían que Dios le había abandonado. Pero también en esto se equivocaban. El hecho de que un creyente haya perdido a todos los demás amigos no significa que haya perdido a su Dios. No obstante, con este concepto tan bajo de Dios y de los suyos no hacían más que añadir aflicción al afligido. A un alma devota, nada le produce mayor pesar que el intento de sacudir la confianza que tiene en Dios. El salmista, en su forzado destierro del santuario, recuerda los días en que iba con la multitud, conduciéndola a la casa de Dios entre voces de alegría y alabanza (v. Sal 42:4). Todas las circunstancias que antaño añadían gozo a la solemnidad le causaban ahora mayor pena al estar impedido de ir al santuario.

III. Un santo amor con esperanza (v. Sal 42:5): ¿Por qué te abates, alma mía, y te turbas dentro de mí? Aunque su gran pesar no eran sin motivo, no por eso estaba bien que se excediera y no guardase los límites debidos hasta el punto de abatir completamente su ánimo. Mediante una figura literaria, entabla diálogo con su propio corazón, y se pregunta, para alivio propio, por la causa de tal desasosiego. Nuestras inquietudes se desvanecerían, en la mayoría de los casos, si escudriñásemos a fondo los motivos que tenemos para estar intranquilos: «¿Por qué estoy abatido? ¿Hay algún motivo verdaderamente inquietante? ¿No tienen otros mayores motivos y, sin embargo, no hacen tantos aspavientos? ¿Acaso no tenemos motivos, en toda ocasión, para estar animados?» Una fe confiada en Dios es un soberano antídoto contra toda depresión de ánimo y desconfianza en la Providencia. Por consiguiente, cuando nos regañamos a nosotros mismos por nuestras depresiones, hemos de animarnos a esperar en Dios, cuando un alma se abraza a sí misma se hunde; en cambio, cuando se ase del poder y de las promesas de Dios, conserva la cabeza encima del agua. Espera en Dios, porque aún he de alabarle (v. Sal 42:5); experimentaré tal cambio en mi espíritu, que no me faltará corazón para alabar a Dios.

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