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“En adelante el Espíritu Santo, el Interprete que el Padre les va a enviar en mi Nombre, les enseñara todas las cosas y les recordara todo lo que yo les he dicho” (Juan 14,26) Toda historia tiene un comienzo, con alegría y emoción quiero contarles como comenzó mi historia en la predicación. Después que entregue mi vida a Cristo, vinieron muchas lunas y soles en los que estuve acudiendo a la iglesia, recuerdo que cada vez que asistía a celebraciones, vigilias y grupos de oración me emocionaba con las predicaciones que escuchaba, y siempre al volver a casa le decía al Señor: “Yo también quiero predicar” “Señor también quiero anunciar esta buena noticia” “Señor concédeme el don de la predicación” “Señor sueño con ir por todo el mundo anunciando el evangelio” eran mis plegarias constantes.

Desde hacía algunos meses Lea había cambiado de actitud. De vez en cuando la encontraba discutiendo en voz baja con uno u otro de sus colegas. En ocasión del nuevo año, le ofrecí un calendario bíblico, y ella me explicó qué era lo que tanto le interesaba. Ella iba a las clases de yoga de un profesor de origen hindú. Los ejercicios de yoga estaban acompañados por meditaciones que acaparaban sus pensamientos. Hasta se había hecho militante.

Muy al norte del país de Israel, el Señor Jesús puso de manifiesto su poder y su gracia divina, que no conocen fronteras (Marcos 7:24). Una mujer extranjera acudió a él y se postró a sus pies con un inmenso dolor: su hija estaba poseída por un demonio. ¿Se ocuparía Jesús de alguien que no pertenecía a su pueblo? Sin dejar de indicar cuál era la posición privilegiada de los judíos, el Señor muestra que la gracia no tiene límites raciales o geográficos. Nada la detiene cuando la fe de alguien la deja obrar.

En la epístola a los Efesios Dios nos revela lo que estaba en su corazón desde la eternidad. Él nos comunica su plan. Con admiración descubrimos que nosotros, los creyentes, estamos incluidos en esos eternos pensamientos. Desde antes de la fundación del mundo (1:4),